Dame un beso, anda. Solo un beso», pedía él. «A veeer», contestaba ella. Si estuviese de safari en plena sabana, con la cristalería y mantelería adecuadas, como Robert Redford, habría brindado como él por la cándida adolescencia.
Los besos son tercos como un adolescente, se revuelven contra los virus, chocan contra las mascarillas. Nos hemos acostumbrado tan rápido a no vernos la boca que encontrarse con dos de ellas a punto de estrellarse en una esquina de Juan Flórez se merece un brindis. De las decenas y decenas de preguntas planteadas estos últimos meses de encierros, permisos, salidas controladas y otros regímenes preventivos, tal vez nadie se haya atrevido a saber si corría el riesgo de irse a casa con una amonestación si se dejaba llevar por la pasión en plena calle. ¿Qué ocurre si el amante en cuestión no es conviviente pero sí pareja estable? El CIS no pregunta estas cosas, pero tal vez en unos meses sabremos si, al igual que las separaciones, cuentan los abogados, se multiplican tras el confinamiento, han sido más los que han decidido que esta separación forzosa bien vale apostar por la convivencia.
Y eso que estamos en otoño y se supone que la sangre anda menos alterada, o será que la primavera nos encontró en nuestras horas más bajas y nos robaron abril y no había besos posibles, ni calle, ni ganas. Y sí, es otoño. Pero si no llueve, llenamos las aceras a la defensiva, como quien lleva una pancarta, no vaya a ser que no podamos pisarlas en dos semanas y se nos quiten las ganas. De besos y bocas. De la cándida adolescencia que hemos perdido este año. Aunque en una esquina cualquiera de Juan Flórez una pareja de chavales puede recordarnos que todavía nos late la sangre en las venas y podemos brindar.