Haciéndose el sueco en Ikea

Javier Becerra CORUÑESAS

A CORUÑA

EDUARDO PEREZ

13 sep 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque muchos no hayamos estado allí nunca, tenemos la idea de Suecia como el sumun del civismo. En el país escandinavo supuestamente, todo es reciclable, la gente vive en armonía y esos niños rubísimos ni gritan ni patalean. Algo de eso sentimos cuando entramos en Ikea y vemos el azul y el amarillo, la madera de pino, los juegos educativos para peques y esos espacios específicos para aparcar las familias en el párking. Pero la ilusión cívica dura más bien poco.

Uno acude un sábado con la prole. Busco sitio precisamente ahí, en esa parte del garaje con pictogramas de familias en el suelo. Son plazas un poco más anchas que facilitan la subida y bajada de los pequeños. Ni una libre. Veo estacionados coches como el Mini o el Fiat 500. Rara vez los usan familias. Aparco en el quinto infierno. Paso por allí. Miro y ninguno de esos vehículos tiene sillita detrás. ¡Vaya!

Ya dentro, voy al Småland, una zona infantil que está genial. Los críos pueden estar una hora. El cupo es limitado. Hay que esperar. De pronto, aparece una pandilla de madres con carritos, un montón de bolsas y unos niños que corren y gritan con el deseo ciego de entrar. La cara de la chica que vigila la entrada es un poema. Señala al cartel de «aforo completo». Ellas se quejan de que «con todo el sitio libre que hay no sé por qué no los dejan». Los niños se suben sobre una suerte de galería que sobresale del recinto. En ella hay un cartel. Advierte del peligro de estar allí. Lejos de bajarse, la jauría se pone a saltar. Disfruta del ruido que genera. Uno empieza a dar puñetazos al cristal. Las madres pasan de todo. Se enseñan las compras.

Después de un recorrido por la tienda, donde observo a un padre diciéndole a su hijo que coja muchos lapicitos «que son gratis», decidimos ir a comer. En el restaurante hay dos accesos. Solo uno está habilitado. El otro tiene una cinta roja. Mientras hago la cola para pagar, veo que llegan dos mujeres con niños. Quitan la cinta. Se meten por la cola inutilizada. La cajera les advierte: «No está abierta». «Ya, ya...», contesta una. «No les van a atender», insiste. «No, es solo para coger los cubiertos», justifican. Pero siguen andando, tirando de los pequeños. Y, ajenas a las miradas reprobatorias, se plantan en la zona donde sirven la comida. La empleada que está tras el mostrador se niega a atenderlas. Se enfadan. Las invitan a salir y que se pongan a la cola como todo el mundo.

Tras la comida, camino por la zona de supermercado. Me dicen los pequeños si pueden coger «galletas de las que dan gratis». Sorpresa: ya no hay. Intuyo que, viendo que el personal las tomaba a puñados, han optado por retirarlas. Me voy al coche. Paso por la zona de familias. ¡Sorpresa de nuevo! Una chica de unos 25 entra en el Fiat 500 que vi al llegar. Sola. No se inmuta. Se hace la sueca. Como todos los demás.