¿Cuándo empezamos a pisar el césped?

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

ANGEL MANSO

08 jun 2018 . Actualizado a las 11:08 h.

Hay mantras de la infancia que aún revolotean en nuestras cabezas. Los que fuimos niños en A Coruña en los ochenta nos criamos con aquel insistente «¡no pises la hierba!» que sonaba continuamente. Eran tiempos en los que en los barrios apenas existían parques y mucho menos columpios. La ciudad todavía era agreste, con solares repartidos por todas partes, con su olor a pis de gato y sus botes de Pepsi decolorados por el sol. También monte y aquellas incipientes pistas que recordaba por aquí hace tiempo Sandra Faginas.

Ahí se podía hacer de todo. Incluso una hoguera en San Juan. Pero cuando bajábamos a jugar a Méndez Núñez, Santa Margarita o Cuatro Caminos emergía otro orden. Daba la sensación de que accedíamos a otro nivel. Y ahí había normas. La de no pisar el césped era una. La de «ni de broma» subir a un árbol, otra. En caso de incumplirlas «venía el guardia a reñir». Yo la verdad es que nunca vi a ningún guardia. Pero, temeroso, me lo imaginaba con una gorra, una porra y cara de pocos amigos. A lo mejor era como los cotobelos, el hombre del saco o los reyes magos, quién sabe.

Bueno, el tema es que hace poco iba yo por Méndez Núñez y me encontré a unos padres jugando con sus hijos al fútbol entre los árboles. Despreocupados, sin ningún síntoma de incumplir ninguna norma. Y me vino a la cabeza todo aquello. También las palabras que un jardinero le decía a mi compañero Fernando Molezún cuando este cubría la enésima cafrada del botellón descontrolado en Méndez Núñez (un árbol centenario seco por exceso de urea): «Es que ahora a los niños ya no se les dice que no pisen el césped y contra eso hay poco que hacer. Esto es lo que viene luego».

¿Pero cuándo pasó? ¿Cuanto nos atrevimos a caminar alegremente por lo verde sin temor al guardia y sin la resonancia de nuestras madres en la cabeza? Creo que todo empezó con el parque Europa y ver aquella gran planicie que recordaba a los parques ingleses y americanos de pícnic, parejas al sol y esplendor en la hierba. Recuerdo cuando lo inauguraron mis dudas sobre si se podría pisar o no. También la sensación maravillosa de hacerlo.

Debió ser ahí cuando inconscientemente mutaron las normas de urbanismo hasta la situación actual donde, eso, podemos improvisar un estadio de Riazor entre las especies del cada vez más degradado jardín botánico. Confieso encontrarme un poco perdido al respecto y no saber muy bien qué decirle a mis hijos. Porque, cuando les prohíbo pisar la hierba, me miran con cara de estar ante un dictador irracional. «¡Pero papá, si todos los niños están ahí!». Y, efectivamente, están. Sin excepción. Entonces te quedas sin muchos argumentos, como un amish fuera de la sociedad o algo así, y asumes que todo ha cambiado.