Tortitas con nata para merendar

Antía Díaz Leal
Antía Díaz Leal CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

25 abr 2018 . Actualizado a las 10:16 h.

Cuando era pequeña, siempre pensaba que era la única niña de mi clase a la que no llevaban a merendar tortitas al Corte Inglés de Ramón y Cajal. Cosa que me parecía, claro, de una injusticia manifiesta. Si cuadraba merendar allí (y esto pasaba cuando tocaba ir al ortodoncista), alguna vez cayó un sándwich mixto. Entonces ni siquiera te dejaban mirar la carta con calma: mi madre decidía por mí y por mi hermano. Así que yo casi no sabía de la existencia de aquellas tortitas hasta que al día siguiente en el cole decía que había merendado en la cafetería. «¿Tortitas?», preguntaban las niñas. Pues no, tortitas no... un sándwich que entonces me parecía lo más triste del mundo aunque el día anterior fuese una delicia.

Los recuerdos van haciendo mella en el cerebro, como si diésemos pequeños golpes con un martillito que va dejando una marca, al principio imperceptible. Pero golpe a golpe, la muesca se convierte en algo permanente, instalado en la corteza cerebral. Y años y años después te descubres mirando en la carta la foto de las tortitas, con cierta culpabilidad porque estás imaginando la cara de tu madre si a estas alturas se te ocurre pedirlas. Y no las pides, no porque no te apetezcan, sino porque sería terrible que no te gustasen, que desapareciese ese recuerdo de un sabor que nunca llegaste a probar. Eso, y que a esta edad meterse una ración de tortitas es como un ataque a la línea de flotación (nunca mejor dicho) de la operación bikini. Y no estamos para boicotearnos más de lo que ya lo hace el michelín.

Es curioso el martillito de la memoria: no recuerdo el nombre del ortodoncista y creo que confundo su portal con otro. No sé a qué olía la consulta ni si era o no agradable. Pero recuerdo que cada cita con él para poner orden en mis dientes suponía una visita al párking de la plaza de Vigo y la obligada parada en el centro comercial para echar un vistazo. De esos en los que cae el vistazo y un billete, claro.

Años después, ya sin médico de por medio, esos viajes terminaban siempre con una bandejita de sándwiches variados para el camino de vuelta en el coche, porque sí, somos un poco de liarnos y pasarnos de hora, para qué negarlo. Aún hoy paso por delante del mostrador del supermercado y me paro delante de las bandejas aunque no tenga hambre ni ganas o prefiera cualquier otra cosa, por lo menos para ver de qué son. Con el mismo soniquete en la cabeza que delante de las fotos de las tortitas que nunca pido, intentado imaginar a qué sabían aquellas meriendas de mis amigas.

Cualquier día me doy un homenaje sin que se enteren ni mi madre ni el martillo pilón de la memoria. Y ya discutiré con los michelines después.