Se prohíbe jugar a la pelota

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

21 mar 2017 . Actualizado a las 12:26 h.

Cuando has vivido toda la vida a un paso de cebra de una Liga, dos Copas, tres Supercopas y una semifinal de Champions -con lo que nos había costado aprender a decir Gelsenkirchen-, hay vecinos que se preguntan si tiene sentido la rivalidad del derbi. Preguntar eso es cuestionar el fútbol mismo, porque los equipos existen desde hace ciento y pico años justo por eso, porque un domingo al año hay un Dépor-Celta.

Un momento del partido Deportivo-Celta
Un momento del partido Deportivo-Celta César Quian

Ni siquiera en los días gloriosos, cuando Fran trazaba la diagonal desde la izquierda al área y le salía un título de debajo la hierba, dejó el Dépor-Celta de ser el partido del año, del siglo, de siempre. La temporada entera adquiere sentido porque el Dépor no puede existir sin el Celta, lo mismo que el Barça no puede vivir sin el Madrid, Boca sin River o la fuerza sin Darth Vader y el lado oscuro de la fuerza. La materia necesita de antimateria para no implosionar sobre sí misma y quien no lo entienda no es que abomine del fútbol, sino que renuncia al universo que nos legó Einstein.

Los derbis, felizmente, ya no son los tumultos de los años noventa, cuando cruzar la avenida de La Habana la tarde de un Dépor-Celta era más peligroso que atravesar Beirut, con las piedras y los palos volando entre las aficiones, y los antidisturbios resguardando entre las hortensias a las viejecitas que iban a misa para que no les cayese una pelota de goma en la permanente.

El domingo, al bajar de los autobuses, se ve que los jugadores de los dos equipos leyeron un cartel que hay en los soportales de Manuel Murguía: «Se prohíbe jugar a la pelota». Y se tomaron en serio la prohibición, como si la cosa fuese con ellos en lugar de ser un aviso a los niños para que no peguen balonazos a los clientes de las terrazas. Se tomaron tan en serio la orden que el derbi, el partido de los partidos, fue un monumento al cerocerismo, que es un estilo de juego -de no juego- que a mayores de ofender la memoria del fútbol suele acabar en derrota. Además de obedecer lo de «se prohíbe jugar a la pelota», poco faltó para que los futbolistas hicieran caso a otro letrero de Manuel Murguía que pone: «Se prohíbe pisar el césped».

Con el 0-1 final en el marcador, va a ser que lo más entretenido del duelo fueron los prolegómenos. Cuando las 30.000 almas entonaron el himno, cuentan que en San Amaro se estremeció Pondal en su tumba. Entre el himno y el mosaico blanquiazul ya tenemos un bonito recuerdo de un partido para olvidar, aunque a veces pasa eso, que lo mejor de un concierto es justo cuando la orquesta está afinando sus instrumentos y no lo que viene después.

La gotera histórica de la puerta 15 ya no pinga y los ginkgo biloba de la acera de Preferencia lucen los primeros brotes de la primavera. Eso fue lo más hermoso que se pudo ver el domingo en Riazor.