Una ciudad para los próximos cien años

Alfonso Andrade Lago
Alfonso Andrade CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

27 feb 2017 . Actualizado a las 22:24 h.

Entre la humareda que manaba a borbotones de los pequeños barcos de vapor, los coruñeses que se asomaban a las ventanas de la Marina aquel caluroso día de agosto de 1907 contemplaban sorprendidos un espectáculo inusual: la poderosa draga Rotterdam, de la Empresa Marítima de Transportes y Dragados de Barcelona, desgarraba el fondo del mar a escasos metros de las galerías. Al Parrote llegaba un tren eléctrico, cargado hasta los topes con bloques de piedra que arrastraba a duras penas desde la cantera de San Amaro, a un kilómetro y medio de distancia. ¿A qué se debía aquel ajetreo? Sencillo: aquella mañana empezaban las obras de la dársena de la Marina, a las órdenes del ingeniero Eduardo Vila, que transformarían para siempre la postal de la ciudad.

IMAGEN RETROSPECTIVA DEL 31 DE DICIEMBRE DE 1963 CON CIENTOS PERSONAS EN EL MUELLE DEL PUERTO DE A CORUÑA CELEBRANDO EL FIN DE AÑO.
IMAGEN RETROSPECTIVA DEL 31 DE DICIEMBRE DE 1963 CON CIENTOS PERSONAS EN EL MUELLE DEL PUERTO DE A CORUÑA CELEBRANDO EL FIN DE AÑO. ALBERTO MARTI VILLARDEFRANCOS

No fue un parto fácil, y hay que retroceder 42 años, hasta 1865, para encontrar su origen. Sentado en su escritorio de la Jefatura de Obras Públicas de la Provincia, el ingeniero vasco Celedonio de Uribe ultimaba un proyecto que aún tardaría cuatro décadas en ver la luz. Su Marina, germen de lo que más tarde levantaría Vila, era en realidad la guinda de un ambicioso plan urbanístico: el Malecón, que rellenaría la ciudad casi desde el Parrote hasta lo que hoy es la plaza de Orense, reservando un espacio para el recreo, Méndez Núñez.

Al abrigo del proyecto de Uribe, la ciudad conoció una metamorfosis de varias décadas, y una nueva Coruña salió de la crisálida. La pujante actividad portuaria pasó a convivir con el ocio de los ciudadanos, que tomaron los nuevos muelles desde los jardines en interminables paseos. Y hoy somos legión los que recordamos aún las tardes junto a la vieja Estación Marítima, de la mano de nuestros padres o abuelos.

Aquella armonía se fue quebrando en las últimas décadas con el cierre del Puerto y con la construcción de costosos edificios sin ventanas que de manera incomprensible dieron la espalda al mar, negando el alma de A Coruña. Pero puede que estemos hoy en un momento similar al de aquella segunda mitad del siglo XIX en que todo cambió para nuestra ciudad, pues se pretende decidir cómo habrá de ser la relación de los coruñeses con los espacios portuarios que el traslado a Langosteira va a liberar en el centro. Y más que nunca necesitamos Uribes que sepan ver más allá de intereses particulares y entiendan que A Coruña se está jugando la fisonomía de los próximos cien años. Sencillamente, no es el momento de miradas miopes, sino de estadistas con perspectiva y honradez.

Tampoco es tiempo de utopías rocambolescas, como aquella columnata griega del Parrote, el puente sobre las Yacentes o la isla atiborrada de edificios frente a Linares Rivas, fantasías que por suerte duermen el sueño de los justos. Para acertar, basta con desentrañar el código de Uribe, mucho más simple: vistas, jardines y actividad, que quizá ya no sea portuaria. Con la ciudad mirando al mar, y los niños, junto al agua, de la mano de sus abuelos.