Reírte de la gente pobre está mal visto. Hacerlo de la inculta, no tanto. Es más, puede dar cierto toque progre priorizar tanto los conocimientos como para despreciar a quien carece de ellos. Pero, por lo general, ambas cosas suelen estar relacionadas. Aunque no se quiera ver, no vaya a ser que se estropee el chiste. Ese desprecio seguramente lo haya sufrido alguna vez Remedios Mosteiro, que protagonizó ayer la portada de La Voz, orgullosa de haber aprendido a escribir a sus 79. «Non somos ignorantes, só que non tivemos ocasión de aprender», explicaba una de sus compañeras.
Cuando de adolescente empezaba a salir iba con mis amigos a baretos del centro. En uno teníamos un divertimento particular. La pizarra de las tapas lucía varias faltas de ortografía y expresiones chocantes. Por ejemplo, los chicharrones aparecían escritos como chicarrones. Había bistek. Sí, con k. Leíamos en voz alta, exagerando esos errores y partiéndonos de risa. Éramos pavos reales que acaban de descubrir el sarcasmo, incapaces de ver más allá de nuestras narices. No sabíamos qué vida había tenido el señor que regentaba el bar y soportaba nuestra imbecilidad.
Sí conocía yo la que había tenido mi padre. También se dedicaba a la hostelería. En los Mallos. Nació en plena Guerra Civil, en una aldea. Creció con cartilla de racionamiento. Dejó los estudios pronto, obligado. A los 15 trabajaba ¡en una mina! Casi se muere allí. A los 18 quiso mejorar. Se marchó a Sao Paulo, Brasil. Sin profesión, con un traje de pana que tuvo que tirar al llegar y el dinero del pasaje a deber. Se enroló en una fábrica. Luego, en una hostelería nocturna terrible. Pasó miedo. Ganó algo de dinero. Retornó a Galicia. Montó un negocio. Se la jugó. Y con mi madre nos sacó adelante.
También cometía faltas de ortografía. Se encargó de recordármelo un compañero en el colegio. Su familia había hecho un encargo de comida para llevar a su casa. Mi padre abrevió la dirección poniendo una «h», como si fuera hurbanización. El chico llevó la nota a clase. La enseñó. Me avergonzó. Sí, mi padre era igual que el hombre de los chicarrones y el bistek. Ciego, obviaba que en realidad se trataba de un superhéroe al que la vida le puso pruebas que derrumbarían a cualquiera. Salió adelante en todas. Poniendo, sí, haches donde no correspondía. ¡Vaya!
Hoy lo tengo claro. Me dan pena esos que si en un ultramarinos ven un letrero mal escrito, lo fotografían, lo suben al Facebook y hacen un chiste para el cómplice deleite de sus amigos. Desconocen lo que hay detrás. Y, lo peor, no lo quieren saber. Por lo general, son historias como la de Remedios. O la de mi padre. Gente a la que se le cortó el acceso a esa educación que la mayoría hemos tenido. Aunque los chistes de alguno demuestren, a veces, que no ha servido de mucho.