Cristian

Cristóbal Ramírez

CARBALLO

22 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Conocí a Cristian cuando él tenía tres o cuatro años. Estaba jugando en la galería de su casa, en Deixebre, y por el suelo había desparramados juguetes varios: tractores, camiones, grúas y cosas así. Era un niño de mirada clara, tranquila, serena. Al irme le pregunté qué quería ser de mayor. Se le iluminó cara, gozoso: «¡Camionero!».

Cristian era entonces el hijo único -ahora tiene un hermano- de una pareja de la zona que se había ido a trabajar a Suiza. Como otros tantos miles de gallegos, claro, en busca de un futuro más brillante que el que aquí tenían. S. y M. -llamémoslos por sus iniciales por aquello de la intimidad- trabajaron como trabajan los gallegos cuando están en esos países organizados: con seriedad, constancia y profesionalidad. Y gastando lo menos posible porque de lo que se trataba era de ahorrar para volver a la tierra.

Eso hicieron S. y M.: trabajar, ahorrar y volver. Y con lo ahorrado levantar esa casa en cuya galería jugaba Cristian, y donde siguen viviendo todos ahora mismo.

Al niño lo vi de vez en cuando. Cada vez menos, alguna coincidencia como la de hace un año cuando casi no lo reconocí porque ya había pasado del metro setenta y cinco.

Ayer su madre me contó, feliz, que había asistido el sábado a su fiesta de graduación de bachillerato en el Xelmírez II. Cristian tiene un expediente académico impecable. Galicia pierde, seguro, un camionero y es más que probable que gane un buen ingeniero.

Los padres de Cristian -los padres de todos los Cristian de la Galicia rural que se vieron obligados a emigrar- deben estar orgullosos. Porque gracias a ellos es posible que los de atrás tengan una preparación de la que ellos carecieron. Lo cual no es poco.