Decía Umberto Eco, un fulano de Italia que murió en febrero, que el «drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad» y que «las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas», que antes lo hacían solo en el bar sin dañar a la comunidad, pero ahora «tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel». Otro tipo, este de Madrid y fallecido en 1955, José Ortega y Gasset, en su libro La rebelión de las masas, dividía a las personas en dos tipos: las que «se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas».
Sobre esta base y sin el ánimo clasista que muchos -unos cuantos que los han leído y bastantes más que no- ven en Eco y en Ortega, se entienden mejor algunas de las cosas que hay que leer -también se puede no hacerlo- en esta esquina del mundo y en todo su conjunto casi sin excepción.
La implantación de las tecnologías de la comunicación, y de las redes sociales en particular, abre un universo de posibilidades de expresión, sirve para criticar al poder político y también para censurar los vicios del poder mediático, que no está exento de ellos. Ahora bien, cuando se utiliza para sacralizar la mediocridad y elevar a la categoría de dogma la ignorancia propia lo único que genera es ruido, por mucho que a sus autores los rebuznos les parezcan música celestial.
Se comprende así que pueda dar lecciones de conciencia cívica quien camina por un paseo sobre los excrementos de su propia mascota o que se erija en preboste del ecologismo quien se acuesta cada noche en el dormitorio de una casa ilegal.
La democratización de los recursos de expresión pública ha permitido que gente que tiene cosas que contar lo haga, pero también ha traído consigo que alguno se crea Kapuscinski sin saber siquiera dónde queda Polonia, solo porque tiene un primo que le puede pagar el alojamiento de sus ocurrencias en un servidor de Internet. Incluso posibilita que aquellos para los que toda su conciencia colectiva era contar cuántos jamones les traía la cesta de Navidad se presenten ahora, por seguir con los ejemplos polacos, como los Lech Walesa de la lucha contra la tiranía.
La libertad de expresión costó mucho conseguirla -no a nosotros que nos vino dada en el paquete del 78 con Borbón incluido- para que ahora venga a prostituirla el primer iluminado. Así que tampoco cabe exigir que se lea a Ortega o a Umberto Eco, pero pasar un mínimo psicotécnico no vendría de más antes de esbardallar en el Facebook.