«Todavía hay quien pregunta si la diabetes es contagiosa»

Eduardo Eiroa Millares
Eduardo Eiroa CARBALLO

CARBALLO

El protagonista | Una enfermedad desconocida Iván Rodríguez Lado es un joven ceense de 17 años de edad que tuvo que acostumbrarse con sólo ocho a convivir con la insulina

13 nov 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

Iván pide que la sociedad abra los ojos y se fije un poco en los problemas de los demás. Sólo se puede ayudar a que aquellos que padecen diabetes tengan una vida más fácil. En especial, cuenta, los que tienen que conocer un poco más esta enfermedad son los que trabajan en las instituciones. Su demanda se justifica con ejemplos como el de un joven de Barcelona que hace unos años falleció porque la policía confundió su coma diabético con el estado en que se queda un toxicómano después de inyectarse heroína. Lo recogieron del suelo sin conocimiento y lo enviaron a comisaría. El joven llegó a despertar y llegó a decirles a los agentes que acababa de sufrir un coma diabético. No lo creyeron y falleció allí mismo. Por eso, Iván Rodríguez Lado quiere que la gente de la calle se sensibilice un poco con un problema demasiado común y demasiado ignorado. Los síntomas Él descubrió su enfermedad con ocho años. Entonces empezó a sentirse mal. Tenía que ir al baño cada cinco minutos, comía y bebía bien, pero no dejaba de perder peso. Pocos meses después aprendía a inyectarse insulina. Su madre, Belén, todavía recuerda la cifra de glucosa en sangre que le dieron: 364 miligramos por cada decilitro, cerca de cuatro veces más de lo normal. Iván tiene una vida normal. Con algunas salvedades. Tiene que cuidarse más, inyectarse insulina cuatro veces al día y realizarse sus propios análisis de sangre: «Tienes que tener cuidado -cuenta-, no te puedes exceder en nada ni quedarte corto». Asegura que es posible acostumbrarse, pero que lo más duro, lo que no se asume nunca, es como mira otra gente a una persona que sufre esta enfermedad: «Algunos todavía piensan -dice- que esto es contagioso». Investigación Iván se queja de que en España se gaste dinero en guerras y en enviar hombres al espacio pero no se invierta en estudios sobre su enfermedad. Se queja de que las nuevas leyes les obliguen a renovar cada año el carné de conducir, de que muchas personas miren a los diabéticos como a toxicómanos, de que incluso algunos médicos no sepan atender a un paciente con este tipo de problemas. Tampoco entiende por qué se prohíbe a un investigador trabajar con células madre para intentar solucionar el problema: «¿Es que aquí los políticos no hacen cosas que realmente no son éticas?», se pregunta. Pero lo peor de su enfermedad no es el mal en sí, sino la poca comprensión que muestran muchas personas. Eso es lo que hay que erradicar para vivir mejor.