El viejo no se marcha

Emilio Sanmamed
Emilio Sanmamed LIJA Y TERCIOPELO

BARBANZA

05 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Een una aldea de Porto do Son, hacía ya tres años que Perpetua había muerto. Normalmente las mujeres vivían más que los hombres, pero en esta generación parecía que algo había cambiado: abundaban en el pueblo los viudos. Se juntaban en uno de los cuatro bares de la zona a tomarse un carajillo, hojear el periódico y echar la partida; sacudiéndose así de encima sus soledades.

La hija del viejo vivía en la ciudad y no perdía la ocasión de instarle a su padre a que se fuera vivir con ella, que residía en una urbanización con todas las comodidades posibles, con semáforos, con restaurantes mejores que el bar del pueblo y con árboles podados de copas redondeadas… Pero al viejo esos árboles lo deprimían: le parecían domesticados, tristes y ridículos como caniches en la peluquería. Los árboles del pueblo… esos sí que eran árboles fuertes y frondosos que valían para un columpio o para una horca.

No quería alejarse de su gastada tierra ni de sus aburridas rutinas porque cerca de ellas el tiempo era soportable. Solo algún entierro, que servía para juntarse y escuchar el sonido de las balas silbando cada vez más cerca, alteraba sus costumbres. Era un hombre de recursos. Cuidó de Perpetua durante la enfermedad y se había hecho cargo de su casa y su huerto, que era su orgullo, que era él y era su mujer y su memoria. Ese era su lugar. Quiere a su hija. Pero el viejo no se marcha. Y si se marcha será con los pies por delante, al cementerio de Caamaño. El viejo nunca ha soñado con cambiar el gran mundo pero, mientras tenga vida, nunca dejará que su pequeño mundo se deshaga.