Violencia en la peatonal

Emilio Sanmamed
Emilio Sanmamed LIJA Y TERCIOPELO

BARBANZA

14 oct 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando tenía ocho años, a la salida del catecismo, sucedió una cosa sin mucha importancia para el universo, pero importante para mí. Un chaval un par de años mayor que yo empezó a meterse con otro. «Capullo», «tonto». Lo típico, hasta que decidió subir la apuesta y utilizó el agravio imperdonable: «Hijo de puta». Y ¡pam! Recibió un gancho rápido desde la derecha que lo dejó paralizado. Fue un puñetazo magnífico: lo suficientemente fuerte como para decir «hasta aquí», pero con una rotundidad tan precisa que no prendió la llama de una pelea sucia.

Varios catequistas y el cura, don Cesáreo, vinieron a detener el pleito y sometieron al que soltó el meteorito a un escrutinio público. «¿Juan, por qué le has pegado? ¿Te pegó él?». Juan respondió sinceramente: «No». Y una catequista le preguntó: «¿Entonces, por qué le diste?». No olvidaré nunca lo que contestó: «Por si acaso él me pegaba».

Es curioso como un acto prelingüístico es entendible en todas las lenguas del mundo. De fogonazo a palabra: instintiva, ecuménica y atávica en todas las épocas y en todos los lugares. Decía Churchill que «a quienes no conocen otro lenguaje que la violencia, hay que hablarles en su propio idioma».

Como dije, yo era un niño y pensaba -y aún pienso- que la violencia es mala. Pero aquel día me propuse que, ante una situación ilegítima, un castañazo adquiere tintes de justicia. Y esta semana, en que un tiparraco entró a mi trabajo insultándome como hicieron a Juan hace años, tuve que acercarme «por si acaso él me pegaba». Todos tenemos un límite.