«Hermosos perdedores»

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

maximalia

14 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En 1966 publicó el gran Leonard Cohen su novela Hermosos perdedores. ¿Quién no conoce a Leonard Cohen? Cohen, el grande, el poeta más amado, el que sobrevivió a las guitarras, a las armónicas y a los acordeones. El que cantaba a García Lorca como si hubiese nacido de su vientre. El que compuso el último vals cuando ya solo lo bailaban las hojas de otoño desprendiéndose de los árboles hasta pudrirse sobre la tierra húmeda, anegada por millones y millones de lágrimas. Cohen somos todos aunque sea un poquito.

 El premio Nobel se lo entregaron a su primo del sur porque los jurados sabían que habían cometido una gran injusticia esperando la muerte de Leonard, aguardando, sí, que la muerte insobornable decapitara su cadáver a las mismas puertas de Estocolmo. Pero, dejemos eso. Tengo que escribir este artículo, enviarlo a la redacción y esperar a que la mañana del próximo domingo me lo devuelva envuelto en la ilustración de Matalobos. Hermosos perdedores, eso somos casi todos. Hermosos y perdedores. En general, los ganadores, aunque no se les nota en la cara, ni en el abrigo, ni en el reloj, ni en el paraguas, ni en su perfume, ni en sus manos, son la fealdad extrema. Ya sabe de que ganadores hablo. Esos que ocupan los telediarios diciendo aquello de que todo, todo aquello que les ocupa, les supone un sacrificio inmerecido y doloroso pero que, como lo hacen por nosotros, les produce una alegría indescriptible.

Porque, dicen, no hay nada más bello y gratificante que servir a los ciudadanos, ser su voz en los grandes foros nacionales e internacionales, representar sus deseos, sus vivencias, sus necesidades y sentirlas como propias. Defenderlas hasta la extenuación, privarse del sueño y la comida y no rendirse jamás hasta conseguir que nuestras pobres palabras, previamente pisoteadas sobre el asfalto o los trigales, sean escuchadas por los dueños del mundo dormidos en sus escaños, roncando como gorrinos. Nosotros no somos de esos, los triunfadores, los ganadores.

Esas horribles y putrefactas miserias que hablan y hablan encaramadas a las tribunas, protegidas del sol por palios de seda mientras devoran carne humana sajada con cubiertos de oro con mango de ébano. Nosotros somos, sépalo de una vez y asúmalo, hermosos perdedores como nos bautizó Leonard Cohen. Nosotros somos las espigas y ellos la cizaña. Nosotros somos las alas y ellos la fuerza de la gravedad. Nosotros somos el aire que juguetea entre las nubes del alba y ellos la humareda de sus fábricas, cuyos hornos alimentan con los despojos de nuestros cementerios o de nuestros hospitales.

Sí, somos los hermosos perdedores. Pero tenemos la llave. La llave y la cerradura y sabemos que llegará el día en que de entre nosotros, de entre los benditos árboles de sangre vertida sobre los campos de batalla, se hallará la gota transparente, una sola gota de sangre pura de la que nacerá la mano que abrirá la puerta de nuestra gloria y la del pozo sin retorno en el que se hundirán todas las honras de los falsos ídolos, fantasmas sin sombra. Lo dice Cohen, no yo: «Bienvenidos ustedes que hoy me leen. Bienvenidos ustedes que menosprecian mi corazón. Bienvenidos ustedes, amada y amigo, que me echan de menos siempre en su viaje hacia el fin».