14 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Crecemos con la absoluta incapacidad de comprenderla, nuestra mente se forma durante juveniles años sin darle el menor espacio a la posibilidad de volver al barro. Después ya es tarde. Los perros viejos aprenden mal los trucos. Con 30 o 40 intenta mentalizarte, intenta buscarle un hueco en tu cerebro a esa idea tan incómoda y desesperante, a ver cómo la encajas, a ver cómo le explicas a tu arquitectura cerebral, rígida, ingenua, matemática, que a ti también te va a tocar.

Porque la muerte es más que el cese de la vida. No es algo que pueda reducirse al momento en que el organismo deja de fabricar latidos. La muerte es un eco que reverbera en diferentes direcciones. Antes del suceso capital se aproxima acechante, su presencia ocupa un espacio muy definido en nuestra existencia y nos clava sus pupilas de ónice, sobre todo en aquellos casos con la certeza de un final cercano, cuando ya no hay remedio para la enfermedad.

Ella, la muerte, no es el preciso instante que llega, es también la aproximación al mismo. De igual modo, morir se prolonga más allá del propio suceso y tiene un efecto de meses, años o vidas sobre los que nos sobreviven. Nosotros no lo veremos, pero somos conscientes de que vamos a dejar secuelas, más o menos profundas, en quienes continúan el viaje: un padre, un hijo, una viuda no siempre alegre... Vendrá el otoño, la triste tarde de domingo, y no estaremos nosotros para dar el abrazo consolador o contar aquel viejo chiste. Es un dolor más que añadir a nuestro propio desasosiego. Si amas como yo amo a los míos, este es el peor de todos.