Decíamos ayer

maxi olariaga MAXIMALIA 

BARBANZA

11 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Con estas palabras, el fraile agustino Luís de León, tras una larga ausencia, comenzó su clase en la cátedra de la Universidad de Salamanca. Acusado falsamente por los monjes dominicos y singularmente por el catedrático de griego, León de Castro, estuvo encarcelado cinco años. ¿Su delito? Preferir para su traducción el texto hebreo del Antiguo Testamento, a la versión latina que acuñó el Concilio de Trento. A nadie se le escapa que Moisés y los demás escritores de esa parte de la Biblia no conocían el latín y que además eran hebreos por lo que, ¿qué más razonable que traducir directamente del texto original? Pero, ay, había además un problema. Los de Trento habían acordado no tocar el dulce y erótico libro del Rey Salomón, El cantar de los cantares, y mucho menos traducirlo al idioma del pueblo llano, no fuera a ser que las católicas gentes sufrieran por ello la condenación eterna. Es decir, que aquellos dominicos (por entonces dueños y señores de la Santa Inquisición) llegaban en su hipocresía a interpretar que el dogma que servía para calificar a la Biblia como inspirada por Dios a quienes la escribieron, valía para todo menos para el ya citado Cantar de los cantares que debió coger a Jehová de vacaciones cuando Salomón lo escribió.

Luís de León fue encarcelado en una mazmorra de la cárcel de Valladolid y allí lo mantuvieron prisionero mientras duró el papeleo. ¡Cinco años! Como al parecer aún quedaba alguien con raciocinio en el Poder Judicial de la época, al fin, fue declarado inocente y liberado de aquel lustro de penalidades.

Luís de León, que todavía hoy es un monje que en la iglesia católica oficial goza de mala fama, (¡ay, esos remordimientos de conciencia!) siguió escribiendo en sus días de prisión libros a cual más lúcido y maravilloso. Pasó a la historia como un hombre injustamente condenado y difamado. Sus verdugos también pasaron a la historia pero estos como lo que fueron: Un hatajo de hipócritas y criminales representantes de lo más viscoso y fétido del poder imperante que, apoyados en instituciones corruptas, quemaban en la hoguera o enterraban vivo a cualquiera que osara llevar la contraria a su ortodoxia de hierro oxidado. Representaban aquello de lo que tantas veces había advertido el Nazareno: «Sepulcros blanqueados por fuera y llenos de inmundicia por dentro».

A estas alturas es posible, mi querido amigo, que, si ha llegado hasta aquí leyendo, se diga: «a este hombre el reposo de agosto y el angustioso sol de la canícula lo ha herido gravemente». Nada de eso. Sucede que, contemplando todo lo que ha ocurrido en la vida pública de esta pobre España, se me ha venido a la cabeza el viejo y paradigmático caso del fraile Luís de León. Cómo unos desalmados e ignorantes que, al igual que hoy, tenían la sartén por el mango, tienen secuestrado a todo un pueblo paciente como pocos. Condenados a galeras, cada uno con su remo, a la del alba hacemos con nuestro esfuerzo que la nave avance mientras en cubierta, entre banquete y banquete, los de siempre se juegan el país a los dados ordenando sea arrojado a la mar todo aquel que muera durante la boga o simplemente pida agua fresca para calmar su sed de justicia. Por eso, hoy que vuelvo a esta mi querida casita de papel, les digo: Decíamos ayer?