Supervivientes en A Illa de Arousa

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

VILANOVA DE AROUSA

MONICA IRAGO

Antes del puente, el verano en O Carreirón era una experiencia propia de Robinson Crusoe

28 may 2019 . Actualizado a las 09:44 h.

Cada vez que la Pantoja aparece en la isla de Supervivientes sufriendo ataques de pánico o diciéndole a su madre en directo que la ama y la adora, mis sobrinos salen corriendo. Pero no huyen de la folclórica Isabel. En realidad escapan de mí, porque saben que en cuanto aparece una isla en televisión, me pongo en modo abuelo cebolleta y los amenazo: «Os voy a contar aquel verano en que fui de cámping con vuestros padres a A Illa de Arosa». En Cáceres, eso de A Illa no lo entiende nadie, pero mis sobrinos pillan enseguida que aquello va de batallitas. Lo pillan incluso cuando uso la terminología popular isleña y me refiero a la isla como A Arousa y al resto de España como O Continente.

A Illa de Arousa es una de las grandes sorpresas que la ría depara a los viajeros que llegan desde Continente adentro. No saben que existe, o creen que es un islote bonito y abandonado sin más. Cuando descubren un pueblo lleno de vida y de bares, rodeado de un mar bellísimo y de rincones únicos, marcado por costumbres singulares y por una historia sorprendente, su asombro es ilimitado, quedan noqueados y vuelven al Continente hablando maravillas de una isla que han descubierto por azar, como si se hubieran transmutado en Robinson Crusoe y cada isleño fuera otro Viernes rescatado de los caníbales.

A mí también me marcó para siempre descubrir A Illa de Arousa. Por eso, cada vez que sale una imagen de Supervivientes en la tele, la memoria se me desboca y empiezo a relatar mis experiencias. La primera extrañeza provocada por A Illa fue cuando el primer día de clase (entonces, el curso empezaba en octubre) el jefe de estudios del instituto de Fontecarmoa (entonces no se llamaba Bouza Brey) me pidió que no pusiera falta a un grupo de alumnos que no habían venido a clase porque una tormenta tremenda había impedido zarpar a la motora de la isla. Obedecí, pero no entendí nada: ¿una motora, una isla?

Varios compañeros se ofrecieron a hacer de guías y el sábado siguiente me llevaron hasta Vilanova, me embarcaron en la famosa motora y así descubrí A Illa y su famoso pulpo con patatas. El hallazgo gastronómico tuvo su aquel. En ese tiempo, otoño de 1981, había que llamar por teléfono a un bar isleño para encargar el pulpo al estilo de A Illa. Así lo hicieron mis colegas y al desembarcar, me asustó un marinero que golpeaba con saña una masa viscosa contra una piedra. «¿Qué hace ese hombre?», pregunté a mis compañeros. Y el marinero respondió: «Estoy ablandando el pulpo que se va a comer usted».

Para un tipo de Cáceres, aquello era tan raro como si vinieran ustedes a mi tierra, vieran a un capador cogiendo las criadillas de un cerdo y les dijera: «Esto se lo va a comer usted ahora cortado en rodajas, rebozado y frito». ¡Qué rico estaba guisado con patatas aquel pulpo de A Illa recién pescado! En el Carrefour de Cáceres, compro cachelos con denominación de origen y pulpo envasado al vacío, pero nunca he sido capaz de repetir el delicioso sabor de mi primer pulpo al estilo de A Illa, que ahora está de moda y hasta lo ponen en los pueblos extremeños con patatas al estilo parmentier. Pero no hay color.

Volví varias veces aquel curso a A Illa y creo que el viaje en aquella motora es mi más intensa experiencia marinera. El caso es que al llegar el verano, preparé con mis hermanos y cuñados, entonces unos críos, unas vacaciones isleñas. Y aquello sí que fue una experiencia propia de Supervivientes. Llegamos en el barco y montamos en un autobús que esperaba en el muelle y que nos dejó cerca de O Carreirón. Anduvimos un buen trecho y llegamos a la playa, entonces completamente virgen y sin bañistas. Anclamos las tiendas de campaña en un bosque de eucaliptos y solo teníamos la compañía lejana de otra tienda con una pareja de enamorados que salían un par de veces al día para darse un baño desnudos.

No teníamos agua, pero la mendigábamos en algunas casas de la carretera, donde nos llenaban amablemente un par de garrafas. Tampoco teníamos mucha comida ni mucho dinero, así que cogíamos lapas, berberechos y mejillones de roca y los guisábamos con patatas en una hoguera improvisada. Por las mañanas, nos acercábamos al pueblo a comprar el pan y por las noches, nos divertíamos inconscientemente dando un grito estúpido: “¡Bujalaja!”. Esto no dejaba de ser una bobada si no fuera porque gritábamos así a unas luces extrañas que se movían de noche en el mar. Luego supimos que se trataba de contrabandistas de tabaco, que al escucharnos apagaban las luces y arrancaban la motora.

Imagínense la escena: estás manejando fardos y de pronto, diez pirados gritan desde la orilla a la una de la mañana: «Bujalaja!» Era tan surrealista que, extrañados y por si acaso, dejaban la faena y escapaban a toda máquina. En fin, no he vuelto a tener un verano parecido: mi única experiencia de vida natural, libre y salvaje. Fui Superviviente en A Illa de Arousa, pero cuando lo cuento, mis sobrinos escapan. No soportan que su tío fuera Robinson Crusoe.