Los gallegos son graciosos, pero no lo saben

José Ramón Alonso de la Torre
José Ramón Alonso de la Torre REDACCIÓN / LA VOZ

AROUSA

MARTINA MISER

La retranca y la ironía funcionan si brotan espontáneamente, sin pretender hacer gracia

02 jul 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Los gallegos somos graciosos, pero no lo sabemos y ese es nuestro encanto. Es más, la gracia de los gallegos, así, en general, es que no vamos de graciosos. Hay una especie de inconsciente colectivo que lleva a pensar que, en Galicia, más que gracia lo que hay es morriña, melancolía, ensimismamiento y aburrimiento. No lo crean, es mentira. Los gallegos somos muy divertidos, y espontáneos, y ocurrentes, y muy irónicos… Y no vamos de nada, lo que aporta otra faceta interesante de este análisis errado por acientífico y generalista: la ternura.

Alguien con gracia, ternura y humildad por fuerza tiene que caer bien y ahí está la clave de ese buen rollo que desprende lo galaico. Porque en Galicia, el humor brota de manera espontánea, sin prepararlo y sin que el humorista de ocasión se crea nada. No sucede así en otras regiones, que parecen tener el patrimonio exclusivo de la gracia y el salero y claro, se lo creen y no hay cosa peor que un gracioso profesional, uno de esos simpáticos de trazo grueso que antes de empezar a desgranar el chiste ya exige con los gestos que le rías la gracia. En Galicia, el humor brota natural y el humorista no sabe que es humorista porque, además, no quiere hacer gracia ni provocar risa, simplemente cuenta sus cosas y si alguien se divierte, mejor para él.

En el mundo del podcast, tan de moda y tan buen compañero mientras cocinas, haces la cama o te afeitas, están de moda los audios de crímenes. Y el más divertido, sin duda, es uno hecho por dos gallegos. Se trata de crímenes, de muertes, de dolor, pero los locutores lo cuentan de tal forma que arrasan en el mercado del podcast. Narran y comentan un asesinato y provocan a cada instante una sonrisa, a pesar de que el pretexto es poco chistoso y el contexto tiene más sangre que ironía.

¡Oh, la ironía, bendito tesoro! Ya saben que, en Galicia, cada expresión, cada frase hay que cogerla con pinzas, analizarla y discernir si dice lo que dice o dice lo que el emisor quiere que diga o lo que el receptor dice que entiende. Aquí, al emisor, al receptor y al mensaje hay que añadirles el subtexto, que es lo que comunica en escena un actor con sus silencios.

En Galicia, el subtexto es más importante que el contexto y que el propio texto. Te pueden acusar de lo inaudito y están diciéndote lo contrario. Los gallegos presentes en la conversación lo entienden todo, relativizan y sonríen. El resto, entiende que te acusan de lo inaudito, punto, y reaccionan en consecuencia, quizás con indignación, quizás con ira, quizás con pena, cuando, en realidad, la única reacción posible es la sonrisa.

En Extremadura, había una directora general de Cultura, gallega de pura cepa. Me aseguraba que, a veces, solo ella entendía lo que servidor escribía. Desentrañaba los textos, acechaba a la ironía, la pillaba al vuelo y sonreía con suficiencia como diciendo a su entorno: «No os enteráis de nada mientras que yo lo pillo todo. Sois demasiado pedestres».

Los graciosos creídos avasallan, los graciosos humildes y tiernos sugieren. En Galicia, abundan los segundos. Pero cuidado, todo esto funciona si se hace de manera espontánea y natural, sin preparación ni propósito. Como un gallego tenga que hacerse el gracioso, la cosa no va a funcionar.

Digamos que la retranca y la ironía vienen de serie, salen solas y funcionan sin entrenamiento. Pero si un gallego se pone en modo estupendo y decide hacer gracia, la retranca se atranca, se atasca y no funciona. Si se busca el término retranca en Google, aparecerán varias páginas en las que se define el término y se pontifica sobre el humor gallego para después pasar a poner ejemplos de retranca, a definirla con humor impostado, obligado, y no son capaces de extraer ni una miserable sonrisa de tu ánimo. Seguro que, de esos mismos teóricos, cuando dejan de elucubrar y se reúnen en torno a unas cervezas, brota la ironía, la gracia natural y una capacidad de provocar risas y sonrisas porque, precisamente, no lo pretendían.

En la película As bestas, hay una escena en un bar en la que Luis Zahera ataca a su vecino francés (Denis Menochet) con tanta ironía escondida, tanta violencia solapada y tanta intensidad sugerida que el espectador asiste sobrecogido a un ejercicio de decir sin decir, de naturalidad espontánea y sentimientos contenidos que es preciso interpretar desde las coordenadas de la experiencia gallega.

 Esa escena no se entiende si no te has formado en el aula natural de la calle y el bar de la aldea, la villa o el barrio. Comentándola con colegas de otros lugares de España, he comprobado que no extraían todo el jugo a esa brutal escena protagonizada por un Luis Zahera sentado en la mesa de una taberna. Un Zahera que tiene en A Illa de Arousa el espacio mágico donde se nutre y alimenta de ironía y estilo como un servidor se nutre de gracia y retranca en el bar A Perla de Vilagarcía. Me basta una semana de conversaciones entre cafés, estrellas y barquitos de callos con garbanzos para aprender a ser gracioso sin saber que lo soy.