Los no tan fieros vikingos

AROUSA

Catoira revive con entusiasmo y mucho postureo la invasión de los hijos de Odín

04 ago 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

«Si vienes, más te vale llevar ropa que luego vayas a tirar. Y mete una muda en el coche», me previene una amiga: «Te van a poner perdido». Eso me gusta. Si vamos a ver vikingos, que sean fieros. Así que me presento en Catoira hecho un pordiosero, listo para que hagan de mí lo que sea necesario en mi bautismo de fuego de una de las fiestas más antiguas y populares de todo el país.

Y, efectivamente, en el entorno de las torres de Oeste, alrededor de las cuales se producirá el desembarco, hay montado un jolgorio de primera división. Es mediodía y todavía falta más de una hora para la llegada de las hordas del Norte, pero la zona está petada de romeros con acentos de toda España: del quillo, al chacho, al nen y al tronco. La dimensión internacional de la fiesta está más que demostrada. A la orilla del Ulla, no cabe un alfiler. Todos los sitios están cogidos. Al fondo de la ría, bajo el asombroso aunque inacabado puente del AVE, se atisban los drákar que traerán el terror a las pobres gentes de Catoira. Pero, hasta que lleguen, el personal mata el tiempo como puede y, sobre todo, afila sus cámaras fotográficas, muchas envueltas en plástico. Nos ayuda a pasar el rato un vikingo que se sumerge en el río armado con una espada y una botella de vino, buscando un punto avanzado para recibir a sus compatriotas: «Mira -le dice un señor a un niño-, un vikingo que ya está colocado». No se equivoca, tanto si usa el doble sentido como si no.

Pero atentos, que los barcos se acercan. Sorteada la lancha de la Guardia Civil, los drákar arriban reventados de vikingos y vikingas que vocean y mueven sus espadas hasta que empiezan a lanzarse al agua, provocando ningún pánico y muchas risas. En la misma orilla se detienen y empiezan a montar el show frente a los fotógrafos: voces, dientes, caretos de furia y el grito surrealista que se repite cada año: «¡Ur-su-la!, ¡ur-su-la!». Todo el espectáculo es para los fotógrafos, profesionales y aficionados, con cámaras o con móviles. Los vikingos no vienen a tomar Catoira, sino a hacerse un postureo para solaz de la verdadera horda: la de los turistas.

De vez en cuando se oye algún chillido entre la masa, espantada por que le ha salpicado una gota de barro, un poco de vino, o algún manojo de algas que los vikingos más gamberros lanzan a la multitud. Es, al parecer, todo el espanto que la horda va a provocar entre las buenas gentes que asisten al desembarco. Cuando la tropa se cansa de tanta foto en la orilla, toma el caminito que la masa le abre para dirigirse hasta una explanada donde el resto del personal seguirá tomando imágenes de la vikingada que de vez en cuando salpica un cuerno de vino o simula el rapto de alguna chavala. A estas alturas y pese a que desfilo entre los vikingos, estoy impoluto. Así que casi me alegro cuando uno de los hijos de Odín me mancha con ese vino oscuro cuyo olor empapa ya todo el ambiente y también la conciencia de muchos. Algo es algo. Por un momento pensé que me tendría que manchar yo mismo para poder contar que una horda de salvajes me pasó por encima.