13 may 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

El volcán islandés de nombre impronunciable es un paradigma perfecto de la absoluta e insoportable levedad del ser, que diría Kundera. De lo poquito que somos y de lo mucho que nos creemos. Es un ejemplo clarísimo de que, siendo canarios, nos creemos águilas. Porque de nada te sirve llegar algunas veces a pisar la Luna si después una nube de ceniza pone todo un continente patas arriba. Todo aquel que ha planeado viajar en avión en los próximos días anda preocupado por la inmensa nube gris que se desplaza sin más rumbo que el que le marca el viento caprichoso. No puedo evitar ver en esa columna de ceniza que han vomitado las entrañas de la tierra helada un reflejo de los sinsentidos de la vida misma. Porque en la existencia humana hay mucha ceniza negra. Muchos días sombríos y sin luz en los que sin embargo luce el sol. Muchos planes rotos y muchos viajes malogrados por el gris. Muchas nubes que nublan razón y corazón. Vivimos con una falsa sensación de seguridad porque no queremos reconocer que el azar y la casualidad rigen casi todos nuestros débiles pasos. Porque es demasiado duro saberse tan vulnerables a los caprichos de las nubes de ceniza contra las que no se puede luchar y nada se puede hacer. Ni ocultarse apenas.