Reportaje | O Grove recupera la Memoria Histórica Hoy, la Praza de Arriba será escenario de un acto para homenajear a los grovenses que sufrieron la represión durante y tras la guerra civil. Entre ellos, los hermanos Allo
20 may 2006 . Actualizado a las 07:00 h.Manuela y Amparo son incapaces de recordar la fecha en que su hermano Perfecto fue arrancado del domicilio familiar, en Meloxo de Arriba, y lanzado a las fauces de la muerte en Lobeira. «Foi naqueles tempos», dicen. No recuerdan la fecha, pero recuerdan que soplaba una nortada terrible. También recuerdan a su madre, enloquecida de dolor al ver cómo se llevaban a su hijo. Cuando, algún tiempo después, arrancaron de su lado al pequeño, a Juan, doña Carmen se vistió de luto y cerró la puerta de su casa. «Pechádeme esa porta», les gritaba a las dos niñas que ahora, setenta años después, se sientan en la cocina de la casa y vuelan hacia atrás con sus recuerdos. «Eramos sete mulleres e tres homes. Pero un morreu de pequeniño... Se vivira, tamén o levaban...», cuenta Amparo. Frente a ella tiene una foto de su hermano Perfecto. Era un hombre alto, guapo, «cun pelo bonito». Perfecto era un marinero que, aunque no había ido a la escuela, «sabía ler e escribir porque era moi intelixente». Estaba afiliado a un sindicato porque «quería defender aos pobres». «E naqueles tempos non querían xente intelixente e que defendese aos pobres», dicen sus hermanas. Cuando empezó la Guerra, Perfecto, que estaba casado y tenía dos hijos, tuvo que esconderse. En Meloxo, su madre le había preparado un pequeño zulo. En él pasaba los días, y por las noches cruzaba las fincas que lo separaban de su mujer y sus niños. Hasta aquel día de nortada. Manuela y Amparo estaban en la cocina, «quentando o caldo para ir para a escola». Su madre barría la casa antes de «marchar aos longueiróns». Su padre estaba en el muelle. Y su hermano Perfecto había salido de su escondite y estaba haciendo una lista con las personas que aún no le habían pagado las zapatillas de goma que cosía. «Entón chegou un coche cheo de guardias». ¿Guardias? Las dos hermanas tienen sus dudas. «A un vooulle o tricornio e tiña a coronilla dos curas». Aquellos desconocidos malencarados y armados entraron por la fuerza en la casa de Meloxo de Arriba, sin dar tiempo a que Perfecto alcanzase su escondite. Aunque ya tenían a su presa, continuaron el registro. «Foron ao cortello a revolver todo, e as camas de follato... Déronlle a volta a todo por se había alguén máis escondido». Pero sólo estaba Perfecto. «¿Onde levades ao meu fillo», les gritó doña Carmen. «Dixeron que iba dar unha declaración e que despois xa viña para a casa», recuerdan las entonces niñas. No iba a volver nunca. Su padre debió de presentirlo cuando un vecino, en el muelle, le advirtió: «Señor Juanito, vaia para casa que lle levaron ao fillo». Cuando llegó y le contaron lo sucedido, intentó cortarse el cuello con una hoja de afeitar. «Tivemos que quitarlla». Poco a poco, la familia Allo fue reconstruyendo las últimas horas de Perfecto. En Noalla, las mujeres que se dedicaban a vender pescado lo oyeron gritar al paso de la camioneta. Sobrevivió hasta Lobeira. Allí, sus torturadores le arrancaron las uñas de los dedos de las manos y de los pies y lo mutilaron salvajemente. «Cando o levaron levaba gabardina e traxe. Apareceu sen roupa, como viñera ao mundo», recuerda Amparo. Manuela menea la cabeza. «Asasinos», murmura. «O irmanciño» Ese negro episodio bastaría para trastocar la historia de una familia. Pero el infortunio de los Allo aún no había terminado: le tocaba a Juan. «O irmanciño», le llaman las dos ancianas. «Juan era bo. Pero non andaba metido en nada. Por eso nin sequera estivo fuxido», cuenta Amparo. Pero aquel marinero de 23 años estaba marcado. En mayo del 37 fue detenido. El día 9 de aquel mes lo juzgaron en Pontevedra por Rebelión Militar. Fue condenado a 30 años de prisión y trasladado a la isla de San Simón. Amparo y Manuela, mucho más jóvenes que él, recuerdan haberlo visto en el Lazareto. «Eu recordo ter ido a andar con mamá. Facíamos noite no camiño, e logo pasábanos un barqueiro», dice Amparo. Manuela también recuerda los viajes: ella fue en autobús de línea. Las dos recuerdan los silencios de su hermano en aquella lúgubre cárcel -«Non podía falar, tiña sempre un guardia detrás»-, y lo delgado que estaba. «Comían mondas de patacas nos festivos. Por eso cando ibamos nós e lle levabamos comida, estaba contento». Pero tras pasar cinco meses en el Lazareto, a Juan se lo llevaron a Pamplona. Con él se fue una manta hecha de retales que le había cosido su madre. Buena falta le hizo: en la nueva prisión dormían en sótanos, empapados de frío y de agua. Allí, Juan compartió horas con muchos grovenses. Uno de ellos, Don Jacobo. «Era o noso médico, sempre andaba a cabalo», recuerdan las hermanas Allo. Fue Don Jacobo quien, tiempo después, llevó a la casa de Meloxo la vieja manta de Juan. Él había muerto: en mayo de 1938, el muchacho decidió fugarse. Según los archivos de la prisión, fue «muerto por las fuerzas del orden». Y su cuerpo «no fue recuperado». «Señora Carmen, eu díxenlle que non saíra», cuentan que le dijo don Jacobo a la desconsolada madre de Juan Allo. «Acórdome ben», dicen sus hermanas. Igual que recuerdan cómo su madre, a partir de aquel día, mantuvo siempre cerrada la puerta de la casa.