Campanas para el alma

A MARIÑA

18 nov 2014 . Actualizado a las 14:21 h.

La campana más grande del orbe cristiano se encuentra en la Catedral de Colonia, pesa 27.000 kilos; la más grande de España es la de la Catedral de Pamplona, con sus 11.960 kilos. Se usó, primero en la Iglesia Occidental, a partir del siglo VI, y después en la Iglesia Oriental en el siglo IX, siendo pioneras las de Santa Sofía de Constantinopla.

Las campanas deben ser bautizadas. Para lo que el Obispo reza salmos, bendice la sal y el agua con la que se lava el instrumento que servirá para llamar a los fieles por festividad, reflexión o alarma. Hay leyendas sobre campanas que tocaron solas para avisar a la comunidad sobre el peligro que les acechaba. Hay campaneros que saben tañer la campana como instrumento musical, alguno de especial relevancia como aquel Cuasimodo que vivía para cuidar y tocar las campanas de Notre Dame en la ciudad del Sena. Los Bretones del Armor, aseguran que escuchan las campanas del fondo de la mar desde una ciudad que había sido sumergida por las olas. El nombre de campana se debe a la primera ciudad dónde se fundieron -Campania- En otros tiempos, al menos tres eran los toques habituales de campanas: de mañana recordando la resurrección, de medio día por la pasión, y al atardecer por la encarnación.

En noviembre, la histórica Britonia de Maeloc, huele a tierra húmeda, dónde el ocre brillante de los helechos nos señala que estamos en fragas mágicas que son territorio de trasgos, esos duendes nuestros que viven entre carballos y castiñeiros, se alimentan de maíz, se despiertan con el sonido de las campanas para ir a beber el agua de las fuentes como la de La Tella, en el valle de Sargadelos o la de San Roque cerca del souto de Cervo.

Desde la mar a la costa, surcada por ríos que se hacen rías, puertos naturales de abrigo para buques de vela, el sonido de las campanas compitió con el del cuerno marino que avisaba de la llegada a tierra de traíñas y traiñones, tras la noche de mareantes a la sardina, mientras el destello del faro de la Isla de la Atalaya, vigilaba los sueños de los niños, ciudadanos del mañana. Y al amanecer, las parroquias del concello de San Ciprián, despertaban con el toque de la campana, ya fuera en Sargadelos, Castelo, Cervo, Lieiro, Rúa o Vilastrofe.

Cunqueiro

Tiempo de otoño, ese que describía Cunqueiro como de «hoja seca, noche larga y dulce fuego». Santa María de Cervo, fundada en el siglo XI, que fue Iglesia relacionada con la Casa de Alba, campanario con dos campanas; del mismo siglo Santa María de Lieiro dónde descansa uno de los Marqueses de Pedrosa, también con dos campanas; Santiago de Sargadelos, con una sola campana cuyo sonido produce notas que saltan de hoja en hoja del árbol sagrado -carballo- y entran por las ventanas del Pazo; San Román de Vilastrofe, campanario con tres campanas y la imagen que acompaño al Obispo San Gonzalo en su milagro con aquella feroz ballena ; Santa María de Rúa, cristianizando el Castro Celta, al lado de un hermoso castiñeiro, dónde se venera a la Candelaria del siglo XVI, con una sola campana; San Julián de Castelo, que permite acceder hasta el mismo campanario y contemplar desde sus campanas lo que acontece en el valle por el que discurre el río Covo.

Otoño es una estación para escuchar música, disfrutar de tertulias en cantinas ante una copa de aguardiente de la tierra de los judíos ourensanos -mis antepasados- y volver a leer las historias que escribía Álvaro Cunqueiro, unas veces referidas a personajes imaginables y otras reparando como nadie en el mundo inanimado al que daba vida por las calles ricas en aguas, pan y latín, lugar dónde se hizo realidad el reino de la lluvia.

Para el maestro de la fantasía, había campanas que sonaban en noches de tempestad, o las que le recordaban desde su Mondoñedo, las campanas bretonas de lugares ricos en castillos y palacios de solemne heráldica . «Todas las campanas del mundo son infalibles porque no saben lo que dicen» anuncian verdades o misterios, tocan a maitines de algún seminarista enamorado.

Tenía toda la razón al calificar las campanas de Pondal y Rosalía como melancólicas. Y así, en Bastabales, sólo oyen sus campanas los que se mueren de soledad en un invisible país de color esmeralda. Incluso se llegó a preguntar algo trascendental ¿Habrá alguna vez campanas en la luna?. ¿Serán de bronce o de chocolate como el que fabrican mis amigos de Val de Brea? Si los relojes son el corazón de una ciudad, las campanas son almas de los santos que viven en Catedrales, iglesias y ermitas, para refugio del caminante, para exvotos del marinero en su conflicto con viento y agua salada. El sonido de las campanas es la música de nuestro otoño.