La senda de las ánimas

Rubén Carlos Freire Fernández

AL SOL

26 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Siempre había sido la rara, la estrafalaria, la extravagante, así la habían bautizado desde el primer día que puso un pie en aquel pueblo que tanto detestaba pero que, a su vez, tanto amaba.

¿Y quiénes eran ellos para descalificarla de aquella manera? ¿Quiénes eran ellos para marginarla desde un primer momento? Porque, ¿qué significaba ser rara, extravagante o estrafalaria?

Desde niña había disfrutado de su compañía, las consideraba sus más íntimas amigas, las únicas que acertaban a comprenderla, las únicas que en cada momento atinaban con el consejo adecuado, las únicas que jamás la habían considerado la rara, la estrafalaria, la extravagante.

Disfrutaba cada recoveco de aquella angosta senda. No acertaba a recordar el número de veces que la había paseado. Podría decirse, sin lugar a equívoco, que era capaz de caminarla con los ojos cerrados. Y en noches como aquella el placer de su recorrido le producía, si cabía, un placer todavía más extremo. Su corazón latía intensamente a cada paso que daba mientras el gélido aire del norte se fundía con el vaho que nerviosamente exhalaba.

Las siluetas que caprichosamente formaban los desvencijados focos que coronaban las destartaladas farolas que a duras penas iluminaban la cancilla de entrada al caer sobre la tupida niebla que cubría el lugar otorgaban al paraje un aspecto lúgubre a la vez que espectral.

Con el ligero rechinar de sus goznes la herrumbrosa y vieja portezuela cedió abriéndose levemente. La delgada capa de hielo que se había formado crujió bajo sus pies. Al igual que en los años anteriores sabía exactamente adónde debía dirigirse. Lentamente cruzó el pasillo central flanqueado por añejos panteones propiedad de las familias de más rancio abolengo que recordaban a los escasos visitantes que se acercaban al lugar los mejores tiempos pasados que había disfrutado el pueblo. La espesa niebla le impedía avanzar sin tropezar en las sepulturas que a ras de suelo decoraban el camposanto. Un escalofrío de tranquilidad recorrió su cuerpo cuando una fría mano tomó la suya y una sonrisa iluminó su rostro cuando las vio frente a ella acudiendo puntualmente a su cita.

Rubén Carlos Freire Fernández. 49 años. Tarragona