El país vecino de Afganistán se desliza hacia el caos y lo peor es que poco o nada se puede hacer para impedirlo
26 abr 2009 . Actualizado a las 02:00 h.¿Podría Pakistán seguir el mismo camino que el vecino Afganistán? Esta semana llegó a parecer que así era, cuando saltó la noticia de que tropas talibanes habían avanzado a menos de cien kilómetros de la capital del país, Islamabad, exigiendo que se extendiese la ley islámica. Era una alarma exagerada: al final se trataba de menos de un centenar de guerrilleros, que ayer aceptaron retirarse. Pero, al margen de este episodio concreto, es cierto que Pakistán parece deslizarse hacia el caos.
Y lo peor es que poco o nada es lo que se puede hacer para impedirlo. El extremismo islamista de los talibanes paquistaníes (similar al de sus correligionarios afganos) es una parte importante del problema, pero ni siquiera es lo crucial. Se trata de algo más profundo y que afecta a la esencia misma del país.
Ese problema se resume en el propio nombre de Pakistán: En realidad se trata de un acrónimo cuyas letras son las iniciales de las regiones que forman el país. Y las dos aes significan Afganistán y Afgania. En efecto, la población mayoritariamente pastún del oeste paquistaní es indistinguible de los pastunes de Afganistán.
La frontera que los separa tiene apenas cien años (la trazaron los británicos) y para ellos es una línea puramente imaginaria, como también es imaginaria la pertenencia de estas regiones a Pakistán.
Islamabad las denomina oficialmente «áreas tribales» y siempre las ha gobernado indirectamente mediante gobernadores y pactos locales. La autorización que dio recientemente el Gobierno a la región tribal de Swat para que aplique la ley islámica en vez de la Constitución paquistaní ha causado un lógico revuelo en Occidente; pero lo cierto es que en Swat (que tan solo pertenece a Pakistán desde 1967) nunca se ha aplicado la Constitución.
Unidad nacional, en peligro
Si ya antes de la desestabilización de Afganistán el Gobierno paquistaní era incapaz de imponer su autoridad en estas áreas tribales, menos puede ahora, y el acuerdo de Swat, como otros similares, es un intento desesperado (y seguramente equivocado) de preservar la unidad nacional. Por tanto, no es que el presidente Asif Alí Zardari, cuya mujer fue asesinada por los talibanes paquistaníes, no quiera hacer lo que le piden la OTAN y Washington; es que teme que si lo hiciese perdería de golpe la mitad del territorio nacional. Y seguramente tenga razón.
Es dudoso incluso que el Ejército paquistaní obedeciese la orden de «invadir» las áreas tribales. Como en Turquía, los militares paquistaníes son un Estado dentro del Estado. Para ellos, el enemigo principal sigue siendo la India, en cuya frontera tienen desplegados el 80% de sus efectivos.
El presidente Bush se gastó casi doce mil millones de dólares tratando de convencerles y Obama planea gastar otros mil quinientos millones cada año a partir de ahora, pero es dinero tirado. Los paquistaníes piensan que la de Afganistán es una guerra que ellos no han empezado.
Es cierto que no la han empezado, pero no tanto que no vayan a ser ellos quienes, al final, la pierdan.