Es probable que, en el futuro, no se nos pregunte qué hacíamos el día que el hombre pisó por primera vez la Luna sino dónde estábamos cuándo Barack Obama juró sobre la biblia de Lincoln. Por cualquiera de las dos siguientes razones. A pesar de que ya eran exuberantes cuando ganó, las expectativas que genera no han dejado de crecer en los dos meses transcurridos desde entonces. Con que cumpla una pequeña parte ya habrá conquistado un sitio entre los grandes. Pero si las defrauda, la decepción merecerá un capítulo aparte en la historia.
Este es, posiblemente, el líder en el que se ha depositado mayor confianza en el último cuarto de siglo. Encarna un gran deseo colectivo de creer que la política puede arreglar las cosas, por lo que un fracaso suyo le hará daño a él, pero lo que dañará, sobre todo, es la esperanza de millones de personas de conseguir un mundo más justo.
Dos ejemplos bastarán para ver hasta dónde le han subido el listón. El generalmente moderado Michael Lind, apreciado por sus prudentes puntos de vista, ha escrito que la entrada de Obama en la Casa Blanca puede significar algo más que el fin del ciclo republicano: el inicio de una etapa de refundación del sistema como las que anteriormente abrieron Washington, Lincoln o Roosevelt. Para no ser menos, el siempre lúcido Fareed Zakaria le ha impuesto como deberes hallar una nueva síntesis ante el agotamiento que muestran las dos grandes fórmulas que, con ligeras variantes, gobernaron el mundo democrático desde que cayó el Muro: el liberalismo de mercado de Reagan o Thatcher y la tercera vía socialdemócrata de Clinton o Blair.
Tal profusión de retos no es ajena a la necesidad de un nuevo comienzo que cada cierto tiempo se adueña de la sociedad norteamericana y la obliga a reinventarse, traspasando las fronteras de lo establecido. Pero esta vez hay un hecho que no se puede ignorar. A diferencia de sus antecesores, Obama no va a ser el dueño del tiempo. Como se ha podido ver en el traspaso de poderes, los competidores de EE.?UU., pero también socios leales como Israel, ya han tomado posiciones y aguardan con impaciencia sus primeras decisiones. Es seguro que nadie le va a conceder un período de gracia si la dirección que toma no se amolda a sus intereses o no encaja en sus pretensiones.
Esta es la paradoja de esta época de transición. Estados Unidos ya no está en condiciones de imponer de forma unilateral sus prioridades al mundo pero, como pone de manifiesto la ofensiva israelí en Gaza, su arbitraje todavía sigue siendo imprescindible para que el planeta no se convierta en una jungla ingobernable. Las potencias llamadas a tener voz y voto en el rediseño de las reglas de juego futuras aún no pueden o quizá no quieren desempeñar ese papel por sí solas.
China está demasiado ocupada en impedir que la onda expansiva de la crisis económica estrangule su crecimiento. Rusia parece haber limitado sus planes a recuperar la influencia sobre las antiguas repúblicas soviéticas y la Unión Europea desaprovecha la ocasión de convertirse en un actor global por culpa de sus divisiones nacionales.
Con seguridad, no están en condiciones de hacer grandes aportaciones para enderezar el curso torcido con que ha empezado el siglo XXI, pero no van a permitir los modos de estos últimos ocho años, ni siquiera un retorno al estatus de la era Clinton. El equilibrio que debe encontrar Obama no es fácil, pero si lo consigue el mundo respirará aliviado.