«Cuando te dicen que tienes sida no piensas en curarte, sino en disfrutar»

Sara Carreira Piñeiro
Sara Carreira REDACCIÓN/LA VOZ.

SOCIEDAD

Seis seropositivos que comparten piso de acogida cuentan su experiencia con el VIH, cómo inicialmente se negaron a una curación que ahora abrazan y agradecen

05 dic 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

De perdidos al río. El refrán define a la perfección el sentimiento de las personas que reciben de su médico la noticia de que tienen VIH o sida, porque además es frecuente que no sospechen nada, aunque sean habituales de las prácticas de riesgo. Algunos niegan la posibilidad -«pensaba que los médicos me mentían para que dejase la heroína», cuenta Manuel- para después pensar: «Pues ya que me voy a morir, al menos a disfrutar», y Manuel lo hizo durante doce años, nada menos. Eso mismo también le ocurrió a Lisardo, un patrón de pesca que en el 96 sufrió una esofagitis y se encontró con el diagnóstico de VIH: «Dejé el barco. Pensaba que me iba a morir y pasé de todo», reconoce, aunque en su caso el abandono se limitó a dos años.

Ahora, Lisardo y Manuel son dos de los ocho inquilinos de un piso de acogida que el Comité Casco Antisida tiene en A Coruña. También viven ahí Gemma, Ángeles, Carlos o Isaac, y todos, con la ayuda de monitores las 24 horas del día, intentan recuperarse de sus heridas, de las que el sida solo es la más urgente. Tienen una vida muy organizada, con actividades programadas para que sepan en cada momento qué deben hacer, y los monitores les enseñan actitudes básicas de convivencia, como respetar los turnos de palabra o cumplir sus cometidos.

La ayuda es fundamental

Manuel, que aunque solo lleva seis meses en el piso ya ha ganado 18 kilos, repite con frecuencia que, «si no fuera por estos recursos, estaríamos tirados». Y explica todo lo que obtiene en el piso de acogida: «Están atentos a cuándo nos toca tomar la medicación, tenemos una comida sana, nos enseñan a cuidar de nuestra higiene, porque cuando estás en la calle te duchas cuando te duchas, y también nos dan cariño; eso es de agradecer, porque en la calle estás muy solo». Él lo sabe bien, porque se pasó media vida dando tumbos. Las drogas lo apartaron de su familia -«estás enganchado y montas pirulas a la familia», explica-, tanto que cuando sus padres se enteraron de que tenía VIH le «separaron un plato, un vaso y unos cubiertos» para él. Otros, como Isaac o Gemma, recibieron el apoyo de su entorno, pero el que más y el que menos ha visto miradas de miedo en sus interlocutores. Esther, una de las monitoras de la casa, recuerda que cuando reparten folletos informativos en la calle, como hicieron el pasado día 1, «mucha gente escapa», ni les mira, a no ser, puntualiza Juan, otro de los monitores, «que regales algo». Y es Juan el que explica los miedos de la sociedad: «En muchos casos, la familia rechaza al enfermo más por el qué dirán sus amigos, sus vecinos, que por otra cosa».

Nada de extrañar cuando los propios pacientes son los que se rechazaban a sí mismos. Gemma, por ejemplo, se enteró de que tenía el VIH cuando estaba en un centro de desintoxicación: «Cuando me lo dijeron, yo me preguntaba ''¿qué hago aquí?'', ''¿para qué me voy a quedar, si total me voy a morir?''». Todos, que están sentados alrededor de una gran mesa de comedor y fuman sin parar, asienten: «Cuando te dicen que tienes sida no piensas en curarte, sino en disfrutar», apunta uno de los inquilinos de este piso singular. Recuerdan que las drogas y la juventud son dos impedimentos para tomar las riendas de la vida; sobre todo las drogas. «Si vas por la calle y a los drogadictos que te encuentras les dices que los acompañas a hacerse la prueba del sida, te digo yo que el 85% te dicen que no van», expone Manuel, quien explica esta actitud: «Un drogadicto no piensa ni en el futuro, ni en él ni en nada. Solo en la droga, en cómo conseguir la siguiente dosis, y ni se le ocurre estar una hora en la consulta de un médico». Por no hablar de que eso de la curación ni se les pasa por la cabeza: «Crees que te vas a morir. Lo tienes tan claro que para qué vas a luchar. Es que prefieres ni siquiera saberlo».

Lo primero, agotamiento

¿Y cuándo lo saben? Cuando están tan cansados que no pueden con la vida. «El primer síntoma es que estás agotado», apunta Gemma, y Carlos asiente: «No puedes ni respirar». Entonces vas al médico porque no te queda otro remedio y la respuesta es demoledora: VIH. El recuento de CD4 (ver recuadro) es mínimo: 4, 50, 40 unidades... Con el tratamiento adecuado los registros se ponen en 300 o 600 (ya en ratios de normalidad) en pocos meses. Pero para eso hay que tomar el tratamiento con regularidad: «En la calle eso es imposible, aunque no consumas», apunta uno de los inquilinos, y dice que lo es porque no hay hábitos sanitarios adquiridos y eso es clave.

Una vez que comienzan el tratamiento, los enfermos mejoran de forma exponencial. Eso sí, los retrovirales tienen sus efectos secundarios. Normalmente afectan al hígado, a medio plazo. El primer problema es dormir: «Yo me pasé dos meses con pesadillas terribles. Todos las tenemos», recuerda Manuel, e Isaac apunta: «Es lo más normal. Yo me caía de la cama de las pesadillas que tenía». A eso hay que sumar náuseas y diarrea. A largo plazo, hay otro efecto secundario, la lipodistrofia que sufren casi la mitad de los pacientes; se debe a los retrovirales, que afectan al funcionamiento del hígado y como este no actúa con normalidad la grasa corporal no sigue las pautas lógicas, desaparece de unas partes del cuerpo y se acumula en otras; son los característicos bultos en la cara de las personas que llevan años a tratamiento. Ahora, la Seguridad Social tiene la operación que corrige este problema es su catálogo de servicios.

Queda la pregunta de si ha merecido la pena desengancharse y tratarse. La respuesta es unánime: sin duda, lo mejor que han hecho. «Era por ignorancia y porque era joven», resume Manuel para explicar tanto retraso en tomar las riendas de su vida, que el Comité Casco Antisida le ha devuelto.