La selección brasileña que disputó el Mundial del 82, comandada por Sócrates, fue una de las que mejor fútbol desplegó sobre un campo. Aquellos jugadores jamás vencieron en una gran cita, pero su estilo traspasó las fronteras del deporte.
11 dic 2011 . Actualizado a las 06:00 h.Por
La gente dice que no ganaron nada: «¿Les parece poco haber logrado perdurar en el tiempo?». Reflexión del entrenador Juanma Lillo acerca de aquel equipo legendario con el que Brasil se plantó en España para disputar el Mundial del 82. Un compendio de futbolistas, entre los que se encontraban Sócrates, Zico, Falcao, Cerezo o Eder, «hijos de una época donde el talento primaba sobre el físico». Que enamoraban por su derroche de valor, por su juego preciosista en el centro del campo. Terminaron sucumbiendo ante los martillazos secos de la Italia de Paolo Rossi. Y tras esa derrota se instaló en el país latinoamericano la sensación de que había que desguazar el estilo virtuoso para conseguir resultados, para ser tan letales como los europeos. Pero en México, cuatro años más tarde, se demostró que la fantasía no había sido el problema. De todas formas ya era tarde para enmendar el error. A aquel grupo se le agotó el fútbol sin acariciar la gloria. Quizás eso los hizo eternos.
El pasado domingo murió de forma prematura Sócrates (19 de febrero de 1954, Belem do Pará?4 de diciembre del 2011, São Paulo). La estrella más carismática de aquella selección dejó de parpadear víctima de un choque séptico, como consecuencia de la adicción al alcohol que le persiguió durante toda la vida. Su fallecimiento ha servido para avivar el recuerdo de la canarinha que naufragó en el viejo estadio de Sarriá y de ese líder tan especial cuyo ideario traspasó los límites del deporte.
«Todos se movían a su ritmo»
Un jugador terriblemente espigado, de 1,93 metros, que, a simple vista, desprendía una energía especial. «Sócrates era diferente», comenta Quique Setién, quien se enfrentó al brasileño con la selección nacional en la Copa del Mundo del 86. Todos los compañeros «se movían al ritmo que les marcaba él». Durante ese partido, que se alojó en la memoria de los aficionados españoles por el tanto de Míchel que no subió al marcador, el jugador del Flamengo anotó el primer gol. Como había sido costumbre a lo largo de su carrera, apenas lo celebró. Sostuvo la mano derecha en alto durante unos instantes y luego se dirigió al centro del campo. «Muy elegante, lo recuerdo muy elegante en todo lo que hacía», subraya Setién. «No era rápido, pero manejaba el encuentro a su antojo. Se le veía una gran personalidad», agrega el hoy preparador del Lugo.
También el ex seleccionador nacional Iñaki Sáez, que arrancaba su carrera como entrenador cuando Sócrates tocaba la cima del deporte, tiene grabada una imagen similar de este futbolista. «Poseía -apunta- una gran visión de juego y manejaba con excelencia el toque de tacón». De hecho, el de tacón de oro fue uno de los sobrenombres por el que se le conoció. Sin embargo, pasó a la historia como El Doctor, a raíz de los estudios de medicina que cursó mientras todavía permanecía en activo.
Su inquietud más allá del deporte es lo que hizo su figura tan atractiva. Una cualidad heredada de su padre, que les dio a sus tres primeros hijos nombres de filósofos. Admirador del Che Guevara, peleó por la democracia cuando Brasil todavía caminaba bajo el yugo de la dictadura. Entre las instantáneas más trascendentes de su carrera está la que protagonizó durante la celebración de una Liga con el Corinthians, el equipo en el que forjó su leyenda desde 1978 a 1984. Tras conquistar el campeonato, saltó al campo con una camiseta en la que pedía el fin del régimen militar que se había iniciado en el golpe de Estado de 1964.
Dentro de su equipo de corazón, fundó un movimiento conocido como Democracia Corinthiana, gracias al que los jugadores ganaron peso en algunas decisiones ejecutivas del club, como la distribución de primas o el régimen de concentraciones. Fue un revolucionario. «Jamás jugamos para ganar, lo hicimos para ser recordados». Describió mejor que nadie a su generación.