En 1961, mi abuela Virtudes llegó a Londres en busca de un empleo estable que su Betanzos natal no podía ofrecerle y con el que asegurar el futuro de las tres hijas que había dejado atrás, al cuidado de mi bisabuela. El comienzo no pudo ser peor: extenuada por las horas de trabajo y el hambre que padecía al servicio de la familia que le tocó en mala suerte, en cuanto tuvo oportunidad la dejó para irse a un hospital francés, cuyas enfermeras la obligaron a guardar cama la primera semana hasta recuperarse lo suficiente para comenzar su labor. Con mucho esfuerzo, las cosas fueron mejorando. Quedó una vacante en la residencia para enfermeras del Guy?s Hospital, donde otras mujeres gallegas se encargaban de la limpieza, la cocina y todas esas labores a las que las obligaba su condición de domestic workers. Con ellas mi abuela tejió una red de apoyos mutuos, imprescindible para sobrevivir en la gigantesca capital de un país cuyo idioma aún estaba aprendiendo por intuición. En 1966 tuvo la confianza suficiente para hacer que su hija mayor siguiese sus pasos al cumplir la mayoría de edad, que cuatro años después hizo lo propio con su marido: apenas unos meses después de la boda se presentaron nerviosos en la frontera, porque sabían que si la matrona que la examinó percibía su incipiente embarazo tendrían que volver. Pero o no estuvo muy avispada o yo me escondí muy bien, porque les franquearon el paso y en 1971 yo vi la primera luz ya como londinense.
Durante sus primeros tres años, mis padres, como todos los emigrantes, sumaban turnos dobles en sus trabajos, que completaban con otros empleos por horas hasta encadenar jornadas maratonianas, soñando con el efímero regreso vacacional de verano. El primer año mi padre se quedó sin ellas, pero no renunció a hacer su propio globo de San Roque, que, curiosamente, subió, mientras que el de Betanzos no pudo hacerlo ese agosto. Uno de sus primeros compañeros, José Mouzo, de Vimianzo, cumplía con su aportación económica anual a la Faguía, a pesar de que no podía estar para la celebración. Ambos satisfacían así su morriña y mantenían vivas las esperanzas depositadas en el país al que algún día habrían de volver. Muchos emigrantes lo hicieron antes de lo que pensaban, obligados por el recorte o la desaparición durante el thatcherismo de los empleos que tradicionalmente desempeñaban. Y así, a su primera morriña inicial se sumó la segunda, la que sintieron y aún sentimos por ese Londres donde tantas cosas son posibles, atrapados entre el viaje de ida y el de vuelta.