Abrir la ventana

La Voz

YES

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19 sep 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Este olor dulzón y esa brisa ligera que te golpea al abrir la ventana. Pocas sensaciones más orgánicas, más sensuales, más agradables. Abrir la ventana de la oficina y respirar... Uno de los sueños que la modernidad se había cargado, comprada por arquitectos de edificios llamados inteligentes tan listos que lo primero que hacían era clausurar a los humanos para que les quedara clara su condición de bichos enjaulados en un circuito cerrado en el que el aire del aire era acondicionado.

Muchos años hubo que soportar la mirada displicente de los guardianes de los Nuevos Edificios que cabeceaban con superioridad si un ser humano vulgar preguntaba por qué las ventanas habían dejado de abrirse. A veces la clausura se justificaba en las tendencias suicidas que anidan en algunos de nosotros y ahí la cerradura era una protección sobrevenida para librarnos de nosotros mismos.

Ha tenido que venir Pandemia para señalar que esa supuesta inteligencia inmobiliaria era en realidad un síntoma de estupidez. El virus se lo pasa pipa en los espacios cerrados y la recomendación conecta ahora con lo que ya nos pedía el alma: necesitamos espacios abiertos que nos conecten con nuestro cerebro reptiliano, según el mito anticientífico propuesto por Paul McLean en los sesenta. Pero es que además esas súper oficinas eran una especie de prescriptoras del covid.

No es la primera vez que un virus obliga a los arquitectos a tomar un rumbo diferente al previsto. La tuberculosis sublimó las terrazas, los espacios abiertos, la claridad y las ventilaciones y excitó el genio de arquitectos como Le Corbusier o Alvar Aalto que zanjaron las oscuridades victorianas para dejar entrar la luz y el aire en las primeras casas de la arquitectura moderna. Hasta el mobiliario se simplificó para hacerlo más manejable e higiénico en una ruptura drástica con lo anterior, cerrado y rococó.

En nuestro confinamiento covid entendimos al fin por qué las casas tienen balcones. Miles de personas encontraron en ellos sus únicos centímetros de sol y aire libre. El mundo entero en una terraza. Esos voladizos habían ido saltando por los aires coincidiendo con la especulación inmobiliaria que exprimió el metro cuadrado hasta convertir en viviendas lo que eran poco más que armarios. En ese estiramiento lamentable del centímetro, el balcón se convirtió en un lujo.

Una valenciana, Beatriz Colomina, instruye hoy desde Princeton a quienes saben que el corona cambiará nuestra manera de vivir. Casas distintas, ciudades diferentes. Una mirada nueva hacia la aldea. Una concepción alternativa de los espacios.

Un grandísimo reto que bien podría abordarse desde la Escuela de Arquitectura de A Coruña. Por ejemplo.