La identidad es una de las grandes fuerzas de la naturaleza. Lo es la política pero todo empieza mucho antes, cuando te percatas de que tu vida transcurre rodeada siempre de las mismas personas. En algún momento entre el parto y la bipedestación concluyes que aquellos seres con los que vives y a quienes llamas mamá y papá deben de ser importantes porque suelen estar siempre ahí y porque son ellos quienes empiezan a explicarte de qué va la vida. La cuestión es qué sucede cuando esa lógica se desvanece y descubres que a ti te parió una mujer a la que un médico le dijo que habías muerto. Esta semana se dictó en España la primera sentencia de niños robados. El primer pronunciamiento judicial que atestigua que un ginecólogo jugó con un bebé como si fuera el osito de una tómbola. La convicción es que hay miles de personas que han vivido con unos padres que no lo eran y a quienes los padres que sí lo eran recuerdan como niños muertos. Recién nacidos en los que se encarnó el mito del hombre del saco, arrebatados por las noches de sus cunas. Un sistema engrasado por la codicia de algunos y el clasismo de casi todos. Niños robados porque había quien creía que los pobres no los merecían. Médicos que jugaban a rectificar el orden natural de las cosas y que adjudicaban criaturas por un sistema de subasta en el que las progenitoras eran meras incubadoras que proporcionaban género de calidad a mujeres homologadas. Lo escribió Margaret Atwood en El cuento de la criada.
La primera sentencia ha considerado probado que el doctor Vela entregó a Inés Pérez Pérez y Pablo Madrigal Revilla «una niña de pocos días de edad fuera de los cauces legales, simulando la existencia de un parto que no se había producido y estableciendo una filiación falaz». La resolución admite también que no consta «que hubiera mediado consentimiento ni tan siquiera conocimiento por parte de los progenitores del recién nacido, siendo el acusado la persona que hizo la certificación falaz». Todo esto hizo Eduardo Vela, aunque como es sabido ha sido absuelto por prescripción de sus delitos, como si arrebatarte una vida y concederte otra pudiese solventarse con una caducidad; como si el disparate de convencer a una madre recién parida de que su hija ha muerto mientras la niña balbucea en la habitación de al lado tuviese alguna disculpa procesal. Hay personas hechas de una pasta muy mala.
Los niños robados en Argentina a mujeres que se oponían a la dictadura y que crecieron con familias vinculadas al régimen de Videla son el emblema de la brutalidad de algunos regímenes políticos, una forma de tortura, un arma de guerra que crea constelaciones de víctimas y que perpetúa el dolor durante generaciones. Los niños robados en España y sus padres son también las víctimas de una guerra: la de los instalados contra los pobres a los que se les puede arrebatar hasta a los hijos.