Los pechos de Emma

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE VOZ AUDIOVISUAL

YES

11 mar 2017 . Actualizado a las 05:05 h.

¿Se puede ser feminista y usar zapatos de tacón? ¿Se puede ser feminista y enseñar los pechos en una revista? ¿Se puede ser feminista y que te preocupe tu aspecto físico? ¿Cuánto hay de sumisión, de aceptación de roles, de imposición machista en una barra de labios roja? ¿Por qué y para quién se pone unas medias de red una mujer? ¿Depilarse es un acto de rendición? ¿A quién traicionas si te tiñes las canas? ¿Debería avergonzarme cada vez que empuño el pincel del esmalte de uñas?

Emma Watson ha sido la última víctima de este psicoanálisis eterno en el que vivimos atrapadas las mujeres y que establece una relación entre nuestro compromiso feminista y los centímetros de nuestros tacones. La actriz ha posado en la revista Vanity Fair con un ligero chaleco de ganchillo que insinúa su pecho. Por cada rendija del crochet se ha colado una amonestación. Se le ha llamado hipócrita, mentirosa, traidora; se ha cuestionado la verdad de su posición en el showbusiness que ella ha tratado de manejar con sutileza y distancia, e incluso se ha dudado de su participación en el movimiento HeforShe patrocinado por la ONU y que intenta convertir a niños y hombres en agentes por la igualdad. Entre las más contundentes, una influyente periodista radiofónica británica, Julia Hartley-Brewer, que escribió en su Twitter: «Emma Watson: feminismo, feminismo, brecha de género, por qué no me toman en serio... oh, y aquí mis pechos». Julia, por cierto, acostumbra a pintarse los labios de rojo, un hábito que alguien podría tildar de rendición o de reclamación sexual interpuesta, pues labios son al fin y al cabo los del norte y los del sur. La actriz contestaba estos días a la polémica trasladando a la audiencia una duda: «No entiendo qué tienen que ver mis pechos con el feminismo».

Esa, querida Emma, es la pregunta: ¿Tienen algo que ver los pechos con el feminismo? ¿Cuál es el lugar exacto en el que la falda deja de serlo para convertirse en una capitulación? ¿Cuál debe ser el tamaño preciso de mi armario, el tono adecuado de mi perfume? ¿Cuál es el ángulo conveniente de un escote? ¿Puede un liguero ser una deslealtad? ¿A quién traiciono si disfruto de una tarde de californianas? ¿Qué tipo de sumisión, por dios, encierra la frivolidad?

Imagino ahora a mujeres comprometidas con su feminismo, a mujeres que cobran menos, que trabajan más, a las que se insulta o a las que se les atribuyen papeles de género que no quieren, mujeres poderosas, que se lo curran cada día, atormentadas por los juicios que su aspecto desencadena en compañeras de batalla. Señoras a las que les gusta su cuerpo, que disfrutan de él y a las que se conmina a reflexionar sobre el momento en el que un pecho, o un colorete, o la aguja de sus estiletos se convertirá en una traición a la causa en la que milita. Mujeres que pelean a diario contra el machismo estructural y que ahora también deben analizar la consistencia precisa de su compromiso, angustiarse con decisiones que forman parte de su libertad y de su derecho a elegir y sentir pánico escénico cuando deben escoger en qué momento y a quién le enseñan las tetas.