Hace un mes, quise contribuir al despegue económico del Grande Porto con la adquisición de una chocolatina. Era de las caras, marca Mars, y me costó un euro en una máquina expendedora. Mi inversión quiso corresponder al Gobierno de Portugal por subvencionarme el vuelo con Ryanair a Barcelona.
Si no es por la chocolatina, yo no habría dejado ni un céntimo en la economía portuguesa. Porque compré mis billetes por Internet, viajé al aeropuerto Sá Carneiro en el autobús de una compañía gallega y, a la media hora de llegar, estaba embarcando. ¿En qué pude contribuir yo a la economía lusa con semejante plan?
Sin embargo, disfruté de las subvenciones que nuestros hermanos portugueses, a través de su Gobierno, otorgan a la compañía irlandesa Ryanair. ¿Dejé algún céntimo en el país? ¿Contribuí a su turismo o a su empleo? ¿Equilibré su balanza comercial? ¿Qué le aportó a Portugal subvencionarme un vuelo? Nada. A excepción del euro de la chocolatina.
En los últimos seis años, he volado desde Oporto a Londres, Roma, Ámsterdam, Barcelona, Gran Canaria y Fráncfort. Porque el Sá Carneiro está mucho mejor comunicado con Vigo que Lavacolla, con gran diferencia. Pero siempre llego justo de tiempo y nunca me he tomado ni un café. La barrita de Mars es mi primer gasto, mientras la Hacienda portuguesa subvenciona mis viajes. Ya en el aire, con la nostalgia que imprime estar en las nubes, pensaba yo si no hay cierto papanatismo con las subvenciones aéreas. ¿De verdad es tan rentable dedicar dinero público a las compañías? ¿No sería mejor retirarlas todas? ¿Y que algunas terminales no crezcan de forma artificial? ¿Y castiguen a ciudades como Vigo, donde hay habitantes y, por tanto, pasajeros? En esto iba yo pensando mientras me comía una chocolatina...
¿De verdad es tan rentable subvencionar a las compañías?