La tarde en que Riazor nunca debió sonar así

TORRE DE MARATHÓN

César Quian

En el minuto 20, justo mientras Merino se escapaba hacia la portería de Diego Mariño, los aplausos enlatados de la afición sonaron tan falsos como si granizase sobre las cubiertas del estadio

14 jun 2020 . Actualizado a las 22:00 h.

Allí estaban los que nunca pueden faltar: los futbolistas, la pelota, el árbitro, los entrenadores y hasta los banquillos. Pero el alma se quedó muros afuera. Nada sonaba igual y todo se oía distinto entre las cuatro paredes de Riazor. La Liga retornó al patio del colegio, y no solo por culpa del pobre espectáculo visto durante los noventa minutos, sino a causa de la algarada general, los cambios constantes y el afán por que todo se disfrazase de lo que resultaba evidente que no podía ser: el deporte que vuelve locos a millones de aficionados por todo el mundo. Pero el maná de las televisiones sostiene a los clubes y a ese ritmo danzaron todos.

En el Riazor habitualmente discotequero no faltó a la cita la megafonía a todo volumen, especialmente en el arranque del encuentro. Incluso las cuñas de publicidad siguieron a todo volumen en medio del silencio. La falta de ruido tenía tan poco sentido como una autopista sin tráfico donde se llegasen a escuchar los pájaros. Por eso, cuando el balón comenzó a rodar, los gritos de Vázquez y Djukic resonaban hasta en el córner más alejado. En el minuto 20, justo mientras Merino se escapaba hacia la portería de Diego Mariño, los aplausos enlatados de la afición sonaron tan falsos como si granizase sobre las cubiertas del estadio.

Al igual que en todos los partidos del retorno liguero, también en el Deportivo-Sporting se guardó un minuto de silencio por las víctimas del coronavirus. Esta vez la banda sonora de fondo no fue Negra sombra, sino una versión instrumental de A Rianxeira, con los once jugadores de cada equipo abrazados alrededor del círculo central.

A la media hora, pausa de hidratación, que bien podía haberse convertido en un castigados-al-rincón-de-pensar para los protagonistas, con los dos entrenadores, cual profes, más preocupados de que sus jugadores repitiesen la lección, que de que bebiesen en una tarde que no superó los 18 grados. Después del pitido final, Riazor volvió a la abrumadora soledad del que no está acostumbrado a caminar solo, a ese insoportable silencio del que nunca debió sonar así.