Está feliz y entregado a la causa. No puede ocultarlo. Sufrió tanto la temporada pasada, cuando las lesiones y la ansiedad le perjudicaron, que desde que comenzó la actual Lucas Pérez es un hombre pegado a una sonrisa. Ha vuelto a su casa, al lugar del que le gustaría no haberse ido nunca, es una de las sensaciones de la mejor Liga del mundo y, antes de consumirse el primer tercio del torneo, solo le quedan un par de pasos para superar el mejor registro goleador de su trayectoria profesional. Así que Lucas tiene fundados motivos para sentirse satisfecho, y lo exterioriza sin complejo alguno.
Ahora, en vísperas de un derbi, las reflexiones sobre uno de los dos partidos más importantes del año -el otro será el de Balaídos- le salen a borbotones; un torrente de palabras aparentemente desbocado, pero que transmite tanta sensatez como pasión, tanta alegría como respeto por un íntimo rival, que no enemigo. Porque para Lucas, coruñés de Monelos y un futbolista con las virtudes de la calle y el descaro de lo auténtico, el derbi es un asunto tan serio que es capaz de bromear en cada una de sus respuestas, de desdramatizar como solo puede hacerlo alguien tan transparente como para reconocer las virtudes del rival abiertamente, sin que nadie se atreva a dudar de sus orígenes ni, muchos menos, de sus sentimientos.
Sabe Lucas que buena parte de las miradas de Riazor estarán el próximo sábado depositadas en él, en su olfato para exprimir lo inesperado o en su capacidad para contagiar a unos compañeros y a una grada como solo lo puede hacer uno de los suyos. Así ha sido hasta ahora y, en buena parte, así parece que será durante el resto de la campaña. Aunque, eso sí, tampoco le iría mal sentirse un poco más arropado de lo que ha estado en los últimos duelos o dosificar algún que otro esfuerzo para una temporada que apenas acaba de comenzar.