19 ago 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Hubo un tiempo en que en la tele salía gente que sabía hacer cosas. Con mayor o menor gracia, pero el que más y el que menos tenía algún don. Hoy en día no. Hoy para lograr esos quince minutos de fama que sobrecogerían a Andy Warhol basta con ponerse ante la cámara y mostrar lo mejor y lo peor de uno mismo.

La invasión de programas que han hecho de la realidad virtud es tan abrumadora que los subgéneros son incontables. Hay programas para convivir en una casa y para sobrevivir en la selva. Para cambiar de imagen e incluso de familia. Para declararse a alguien mientras quinientas personas hacen una coreografía para ti y para confesarle por fin a tu madre (también mientras quinientos tíos bailan) que tienes un hijo de seis años y se te había olvidado comentárselo antes. Los hay para aprender a criar a los hijos y para evitar que ingresen en el reformatorio una vez malcriados. Para elegir vestido de novia mientras se cuestiona tu buen gusto y para perder peso y caber en ese traje nupcial. Para personas anónimas que sueñan con ser famosas y para famosos que quieren todavía más.

Puede que el primer reality fuera verdad. Aquel en el que los participantes acudían al plató con la sinceridad de estrenar un experimento y los espectadores observaban con ojos vírgenes las evoluciones en pantalla de seres comunes. Aquel fue el único reality. Lo que vino después se ha convertido en un nuevo género de ficción tan surrealista como innecesario.