Las cifras indican que una de cada tres mujeres sufre violencia física o sexual a manos de su pareja. Estos datos escalofriantes muestran claramente que no podemos seguir fingiendo que estos actos son perpetrados por unos cuantos hombres descontrolados, y resulta inasumible que estas cifras se refieran a países de ingresos altos. La violencia domestica es la consecuencia de interacciones complejas entre factores individuales, relacionales, sociales y culturales. Estudios comparativos entre países han demostrado que las disparidades económicas entre los miembros de una pareja, así como el control masculino sobre los recursos económicos y las decisiones familiares, están entre los factores que más explican las altas tasas de violencia.
Los logros conseguidos en los países avanzados han servido a veces para hacer prevalecer un discurso agresivo contra los movimientos feministas, cuyas reivindicaciones son tachadas a menudo de exageradas, cuando relacionan la violencia domestica con la presencia de actitudes que validan un sistema social y cultural de discriminación sutil de las mujeres. Sin embargo, es de suma importancia comprender que la aceptabilidad de la violencia nace de ideologías que siguen promoviendo la superioridad de los hombres y los sentimientos de control y posesión hacia sus parejas. La tolerancia social de estas actitudes y la desigualdad económica crean el caldo de cultivo para estas estadísticas intolerables y provocan ceguera y torpeza a la hora de combatirlas.