Un día de agosto

Óscar González

SOCIEDAD

12 ago 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Ocho de la mañana. Suena el despertador. Podría ser una canción de Los Suaves, pero solamente es un día más en mi vida. Miro de nuevo el reloj. Ya pasaron 10 minutos. Tengo que levantarme. Intento incorporarme, pero mi cuerpo pesa demasiado y no por salir de fiesta, ¡ojalá fuera por eso!, pero no. Maldito verano. Odio el verano. En el salón, los restos de la cena de ayer. Enciendo la tele. Están con las noticias. Todo son desgracias. Mientras se calienta el desayuno, una ducha rápida. Antes de salir a la calle, cruzo un gran patio interior. Gracias a su enorme cristalera que se encuentra sobre mi cabeza hace de ella una estancia muy luminosa. El suelo está cubierto de baldosas y siempre se me da por hacer lo mismo: procuro no pisar las líneas como Jack Nicholson en aquella película en la que, aunque no recuerde el título, interpretaba a un maniático. Salgo a la calle y antes de que el semáforo me avise de que puedo cruzar con ese tonillo que imita el piar de un pajarillo, cierro los ojos. Visualizo mentalmente el recorrido como haría cualquier piloto profesional minutos antes a la salida de un gran premio a disputar. Sin embargo, la recompensa no será la misma. El paisaje siempre es el mismo. Largas avenidas arboladas llenas de viejos edificios grises de cinco plantas que se transforman en pequeñas casas de piedra a medida que me acerco al centro de la ciudad. Las únicas grandes diferencias en esta época del año son el calor insoportable y el poco tráfico existente. Desde hace tiempo, en mi cabeza siempre la misma pregunta: ¿No crees que te mereces algo mejor? Yo creo que sí. Tengo que luchar por ello. Al doblar la esquina entro en la plaza en la que trabajo. Plaza para mí es lo más cercano a playa aunque solo sea semánticamente hablando, claro. Queda una dura jornada por delante. Necesito cambiar, necesito vivir. Ocho de la mañana. Suena el despertador.