09 ene 2004 . Actualizado a las 06:00 h.

Tantos bichos que comimos los niños de aldea bajo la máxima empírica de que lo que no mata engorda para que ahora vengan los científicos olímpicos, siempre hacia delante pero un paso por detrás de las corporaciones que gobiernan nuestras bocas, diciendo que el salmón de piscifactoría es bueno, pero no tanto. Que el pescado rosa anaranjado contiene ácidos grasos esenciales fabulosos para mantener a raya el colesterol y la calvicie lo sabíamos. Lo de los compuestos cancerígenos sólo lo sospechábamos. ¿Por desconfianza?, se pensará. No, por narices. Porque olemos las manzanas y las mandarinas, los grelos, las xardas, los bistés, los tomates y hasta el perejil, y sólo después de ese test olfativo que nos hace aún más raros y locos decidimos si lo echamos al cesto o cambiamos de puesto. El caso es que las cosas ya no huelen y a los que nos criamos entre humores de robaliza recién pescada, cerdo recién sacrificado y zanahoria acabada de arrancar esa ausencia de olor nos preocupa grandemente. O nos preocupó. Ahora sacamos dos euros del capítulo Mis Caprichos y los metemos en el de Mi Comida Biológica y Carísima. Así de chulos. Sobrevivimos a esta falsa asepsia y, peor, a este empobrecimiento del buen comer gracias al alarde de fe que profesamos por la Agencia de Seguridad Alimentaria y su necesario sentido del largo plazo: el salmón puede fastidiarle el cuerpo, es posible, pero tendría que tomar usted tanto salmón y vivir tantos años que... El peligro que no es inminente no es peligro, así que al final claudicamos todos... menos en el asunto de fumar. Ahí sí que no somos nadie.