Una sola y fuerte voz pidió la amnistía

cristóbal ramírez SANTIAGO / LA VOZ

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El arzobispo Ángel Suquía, con estudiantes en una peregrinación del año santo de 1976
El arzobispo Ángel Suquía, con estudiantes en una peregrinación del año santo de 1976 Cedida

Su autor subió luego a la Quintana dos Vivos, dobló la esquina y corrió como quien lleva al diablo detrás. Nadie lo persiguió

10 mar 2024 . Actualizado a las 12:17 h.

Doblada la primera mitad de la década de los setenta del pasado siglo, las calles de Santiago y de España entera eran un hervidero. Mucho menos las de ciudades sin universidad, como Pontevedra, Ourense o Lugo, pero allí tampoco dormían con los dos ojos cerrados ni los que soñaban con una sociedad abierta y plural por un lado ni la policía que quería impedirlo por otro. En aquel tiempo la amnistía de todos los presos políticos era una petición de la sociedad española que acabó siendo casi unánime. Hasta el papa Pablo VI la solicitó.

Se respiraban vientos de apertura. La represión pura y dura ya no funcionaba y se iba perdiendo el miedo a protestar y a reclamar derechos democráticos y legítimos. Por entonces el Ministerio de Justicia lo ocupaba una persona que, tras haber colaborado directamente con el régimen dictatorial, había evolucionado hacia posturas algo más liberales tras su estancia como embajador en los Estados Unidos de Kennedy: Antonio Garrigues Díaz-Cañabate.

Un partido de extrema izquierda había decidido emprender una acción en solitario para pedir la deseada amnistía. El resto de grupos políticos, por razones ignotas, no quiso unirse, pero el momento parecía propicio: un ministro que no era un represor de pies a cabeza, un ambiente de apertura, Franco criando malvas y ¡fundamental! las cámaras de televisión retransmitiendo para toda España desde Santiago la apertura de la Puerta Santa.

Porque ese era el lugar y el momento: el 31 de diciembre de 1975 ya que 1976 fue año santo jacobeo (expresión esta que la Iglesia utilizó por primera vez justamente en esa ocasión, hasta entonces era año santo compostelano o año jubilar compostelano). La entrada a las escaleras de la plaza de A Quintana era libre y se llenaron de personas deseosas de ver no tanto al ministro y la parafernalia que lo acompañaba sino al arzobispo derribando el muro que impedía el paso por la Puerta Santa. Igual que hoy.

Dos consignas

Entre los activistas se repartieron dos consignas: una, ir bien vestido para no llamar la atención, ya que se esperaba —y así fue— que la mayoría de los que iban a ocupar las escaleras pertenecerían a la buena sociedad local y desde luego no iban a ir de vaqueros y sí abundarían las corbatas. Y otra, esperar al momento exacto, cuando el arzobispo justo llegara ante el vano, para gritar simplemente «¡Amnistía!». Y luego largarse de allí sin mayor dilación.

Y en ese momento, con todo coordinado, en medio del silencio y las cámaras de televisión, una persona, una sola, lanzó el grito fuerte y tronante acordado en la clandestinidad. Inmediatamente las de su alrededor le mandaron callar, cosa que hizo al momento al ver que nadie secundaba su gesto.

Y, en una muestra de inteligencia y visto que allá abajo se movían algunos policías, pidió paso con educación y calma, subió el par de escalones que faltaban para arribar a la Quintana dos Vivos, dobló la esquina y corrió como quien lleva al diablo detrás. Nadie lo persiguió. Contactó luego con su organización y entonces se enteró de que se había desconvocado la protesta, aunque se habían olvidado de comunicárselo.

Aquel osado que corrió todo lo que pudo porque el miedo da alas es el autor de estas líneas.