07 ene 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

El pasado día 1, recién levantado, mi hijo pequeño me dijo que era día 32. Yo estaba en la cocina, con el ordenador encendido. Miré por la ventana y vi que llovía incesantemente. No había nadie en la calle. El periódico digital informaba sobre el aumento de contagios, las multas impuestas por saltarse el toque de queda, los problemas de los hosteleros... Entonces me quedé pensando y me di cuenta de que, tal vez, mi hijo llevase razón. Porque en vez del 1 de enero, quizá estuviésemos en el 32 de diciembre del 2020. Qué importa lo que diga el reloj. En Santiago, a veces, hay mañanas de invierno tan sombrías que el día empieza como si estuviera anocheciendo. No se sabe si son las nueve de la mañana o las seis y media de la tarde. Y uno llega al trabajo temprano, y se pone las zapatillas y la bata, y se sienta un rato a ver lo que ponen en el ordenador. Mi documento de identidad también dice que tengo 47 años, pero sigo viendo a los futbolistas más viejos que yo. Da igual: les saco diez, quince o hasta veinte años, podría ser su padre, y en cambio los veo como si fueran ellos el mío. Somos adultos, nos vamos haciendo mayores, pero algunas cosas las seguimos viendo con los ojos de la infancia.

Así que, más importante que lo que dice el calendario, es cómo miramos nosotros todo aquello que nos rodea y qué sentimientos nos despierta. Aunque la pantalla del ordenador o del teclado del móvil nos recuerde que hoy es día 7 de enero, tal y como está la situación, yo prefiero fiarme de la ingenua e instintiva contabilidad que lleva mi pequeño, quizá mucho más pegada a la realidad, y concluir que, en realidad, hoy es 38 de diciembre del 2020.