El saludo entre desconocidos

DENÍS E. F.

SANTIAGO

DENÍS E. F.

Ir a Casas Novas es como un viaje instantáneo a un lugar lejano y virgen, donde hallaremos silencio

30 ago 2017 . Actualizado a las 18:55 h.

Siempre volvemos a lo primordial. Antes o después la realidad nos eleva y nos lleva a donde pertenecemos, de verdad, por muy urbanitas o impermeables que seamos. La floresta y el manantial obran por sí mismos y se vuelven sanadores en torno a nuestra consciencia y sentimientos. Pensar así, de un modo abierto y esperanzado, debe ser uno de los caminos alternativos correctos.

Un pequeño barrio como el de Casas Novas contiene, a mitad de su calle principal, una mínima zona verde urbana que sirve de contrapunto a la riqueza paisajística que lo rodea. El monte Pedroso y el río Sarela son sus dos arterias naturales más importantes, y el parque dos Camallóns representa el espíritu conciliador de los vecinos con la natura, domesticada y pura al mismo tiempo. Concebido en los años 90 en un lugar donde antes había alpendres, el micropulmón rectangular tiene una zona infantil divertidísima que recuerda a un castillo y con bancos de piedra que aguardan la presencia de los abuelos, padres y jóvenes que deseen ampararse bajo la suave sombra tamizada de los árboles. Ir a Casas Novas es como un viaje instantáneo a un lugar lejano y virgen, donde encontraremos silencio, un dulce caminar y unas vistas inigualables de Compostela. Está ahí, esperándonos, el paseo desapercibido de los ríos, prados y colinas, casas e iglesias; donde las personas se saludan al cruzarse, en la carretera de «un coche por minuto», en los maizales que se mecen con el nordés mientras las nubes cruzan sobre nuestras cabezas.

Camallón, en galego, es la tierra amontonada entre dos «regos» al arar, tal y como es la orografía del barrio, una cresta natural que va creciendo hasta unirse con el Pedroso. La ciudad conserva en sus adentros el alma de un camallón hecho con las manos de dos personas que no se conocían. Tierra elevada donde licenciadas, fiandeiras, campesinos y literatos supieron darse la mano para entenderse; un principio aperturista ante las incógnitas mutuas.

Como cordilleras de montañas enlazadas, nadie ha sobrevivido por sí solo desde el principio. No somos capaces de defendernos hasta bien entrada la infancia, pero pronto nos creemos superiores. Nos necesitamos los unos a los otros para conocernos a nosotros mismos, contraponiendo lo que sentimos a lo que sabemos, abriendo la mano para soltar la piedra.

Los pronósticos que barajamos a diario son cábalas en gran parte, pero el presente más inmediato fragua nuestro existir sin remedio. Caminamos a lo largo de la senda de nuestra persona seguros y amedrentados, entre dos aguas de remansos y rápidos. El río, siempre el río... el cauce de la dulce amargura de lo inequívoco, desde que nace hasta su desembocadura. Un transcurrir finito de piedras y ramas que peinan las aguas hasta el último silencio. Ni las más bellas palabras consuelan lo suficiente si no logramos escucharlas. Solo el tiempo tiene la llave que abrirá los barrotes de nuestro propio duelo.