El último adiós

Clemente Roibás Blanco

CULTURA

Clemente Roibás Blanco. 49 años. Pastoriza. Administrativo y escritor

22 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Las lágrimas luchaban por abrirse camino en mis ojos, pero yo me resistía. No quería llorar, no quería sentir, no quería recordar. Pero los sentimientos me estaban ganando la batalla. Allí, delante de ella, de su recuerdo, de su memoria… No podía resistirlo. Intentaba aparentar seguridad, todos me observaban, pero era obvio que no lo conseguiría. El cura dejó de hablar y me miró. Quería que dijera unas palabras. «¿Yo?», le pregunté tan sorprendido como desconcertado. Negué con la cabeza; no podía, no debía.

Sería el fin de mi lucha, la derrota que todos aventuraban, no, no quería hacerlo. Pero mi niña, de tan solo 12 años, me miró con esos ojos grandes y hermosos y esa mirada clara, limpia, sincera. A ella no podía decirle que no, era lo único que me quedaba. Asentí con la cabeza aun sabiendo lo que iba a ocurrir. ¿Qué podía decir de ella? Que era maravillosa, sí, por supuesto, que era inteligente, amable, cariñosa, hermosa… sí, claro que sí. Que era mi media naranja, el amor de mi vida, la mujer de mis sueños, la persona más impresionante que he conocido… Las lágrimas aparecieron para no marcharse ya. ¿Qué más podía decir? Que sin ella no era nadie, que no sabría vivir sin ella, que mi vida ya no tenía sentido… claro que sí. ¿Qué más podría decir? Que me cambiaría por ella, que ojalá hubiera sido yo el que iba en ese coche, que me sentía culpable de su muerte por no haber querido acompañarla… Sí, todo eso dije y más.

No era justo, era demasiado buena, demasiado maravillosa, demasiado perfecta… para estar muerta. No debí decirlo en alto, no, esa palabra estaba prohibida en mi cabeza… pero lo hice y entonces mi corazón sintió tanto dolor que me caí de rodillas mientras las lágrimas corrían a mares por mis mejillas.

Sheila corrió junto a mí y me abrazó con fuerza. Juntos lloramos su falta, juntos recordamos aquellos momentos inolvidables y juntos decidimos que seguiríamos luchando. Se lo debíamos, ella nunca se hubiera rendido. No podíamos decepcionarla. Sería duro, doloroso, a veces incluso insoportable, pero lo lograríamos.