Las consecuencias del tiempo

Román Lema Castiñeira

CULTURA

Román Lema Castiñeira. 28 años. Camariñas. Estudiante

18 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Aún no había amanecido y D. Agustín ya estaba despierto. Era el primer día de su nueva vida y lo iba a disfrutar como tal. Estaba impaciente por recorrer su pueblo natal y reencontrarse con Juan después de haber estado en el extranjero cuarenta años.

Lo primero que llamó la atención de D. Agustín al salir a la calle fueron las nuevas y modernas construcciones adyacentes a su casa, que para su gusto, desentonaban por completo con la armonía del pueblo. A pesar de la primera mala impresión decidió darle una oportunidad.

Las laberínticas y agobiantes calles impidieron que D. Agustín encontrara a Juan. Su frustración fue paliada al toparse con la fuente del pueblo, donde tenía uno de los mejores recuerdos de su vida; en ese mismo lugar había besado a Juan por primera y última vez cuando eran adolescentes. Para D. Agustín había sido una experiencia excitante por varias razones y una de ellas era por el riesgo que conllevaba besar a un chico en público en aquellos años, motivo por el que optó marchase del país con el fin de evitar posibles problemas.

D. Agustín buscó el grabado que ellos habían tallado en la fuente, pero un desconocido ocultaba las palabras de afecto al haberse sentado sobre ellas. Pensó en pedirle que se levantara para comprobar que seguía escrito, pero no se atrevió; así que decidió sentarse junto a él y esperar. Recapacitó sobre lo decepcionante que estaba siendo su primer día de jubilación; aún no había encontrado a Juan, y la esencia del pueblo estaba sepultada por el modernismo. Temía no volver a recuperar lo que había dejado hace cuarenta años.

Sin motivo aparente, el desconocido se presentó como Juan. D. Agustín se estremeció al escuchar el nombre. Por amabilidad hizo lo propio, causando de esa forma cierta curiosidad en Juan. Ambos se observaron detenidamente. La tensión, la inseguridad y las dudas eran similares al momento del beso de hacía cuarenta años, pero esta vez era por algo diferente; el tiempo los había desmejorado tanto que no se reconocían. Hacía muchos años que sus pieles tersas, sus pelos fuertes y sus granos en la cara habían desaparecido. Lo único que prevalecía eran las palabras grabadas en la piedra y los recuerdos de una adolescencia prohibida.