El otro «roteiro» de Pontevedra

MARTIÑO SUÁREZ PONTEVEDRA

PONTEVEDRA

¿Qué pensaría Castelao si viera los lugares que frecuentaba convertidos en un montón de «cascallos»? ¿Sabe que al alcalde de Pontevedra, Miguel Anxo Fernández Lores, le llaman Milosevic porque ha puesto las calles de la ciudad como las de Sarajevo? Las obras superpuestas del gas, del cable, de las empresas eléctricas y de aguas y la segunda reforma en meses de las aceras van dejando un rastro de vallas amarillas abandonadas a su suerte en las esquinas. Los adoquines levantados dan un cierto aspecto al París del mayo del 68. Un simple paseo por las obras que colapsan uno de los ejes de la ciudad, entre Salvador Moreno y la avenida de Vigo, demuestra que, tras el furor del año Castelao, en el 2001 hay otros roteiros no menos interesantes.

12 may 2001 . Actualizado a las 07:00 h.

Brazil, la película futurista que dirigió Terry Gilliam en 1984, arranca con la expropiación del pasillo de una casa particular para instalar en él una misteriosa tubería. Algo así debe de estar pasando en Pontevedra, la ciudad de las obras. ¿Se explica de otra forma que en las calles de una población tan dada a la corbata y el traje chaqueta, y aún al uniforme, hayan crecido de forma espectacular los monos azules de trabajo? La primera parada de este singular roteiro no se hace esperar. En el cruce entre Fernández Ladreda y la calle de Salvador Moreno, general golpista en 1936 -nadie se ha acordado de cambiar el nombre al vial-, hay un socavón con forma de obús, sin duda serbio, protegido por tres vallas y una cinta plástica blanca y roja. Más adelante, el fin de las obras del gas ha permitido la retirada del semáforo que sólo dejaba atravesar la calle en turnos alternos. Salvador Moreno presenta hasta cuatro preocupantes cicatrices longitudinales, correspondientes a las reformas introducidas desde el verano pasado. Lo del tramo que va entre la Audiencia Provincial y la Rúa da Oliva son ya palabras mayores. Ante un portal, dos ciudadanos de mediana edad miden, con el dedo en alto, como pintores, el espacio que queda entre los edificios y la silueta de unas presuntas macetas que una docena de obreros se afana en diseñar con adoquines. «¿E logo... por onde van ir os coches?», pregunta con escepticismo uno de ellos. «Non se preocupe, jefe, que ben pasan», responde un obrero, colocando las ubícuas vallas. En unos pocos metros cuadrados se enroscan cables, tuberías gordas y delgadas y máquinas de perforación. Si Pontevedra es Sarajevo, el cruce de Andrés Muruais, García Camba y A Peregrina es la avenida de los francotiradores. Cinco montones de tierra marcan, a modo de trincheras, el principio del caos absoluto: en Andrés Muruais se están reformando las aceras, pero más arriba están enterrando nuevas tuberías del agua, o éso se comenta entre los obreros; ya en A Peregrina, lo que se sepulta son tubos del gas, y nadie se explica por qué hay piedras esparcidas casi hasta la altura de Daniel de la Sota. Los vecinos están amedrentados: es difícil llegar al garaje con el coche, pero la tanqueta de la ONU no entra en la plaza de aparcamiento. Los socavones y las vallas amarillas, metálicas o de plástico, continúan hasta la avenida de Vigo. En un vial paralelo, la calle dedicada al propio Castelao, el conductor del autobús de la Janácek Philharmonic Orchestra lanza un juramento eslavo mientras intenta encajonar el automóvil entre dos montones de vallas de Gas Galicia. ¿Qué pensaría el político rianxeiro si, al llegar al casco viejo de Pontevedra, viese los lugares que frecuentaba convertidos en un montón de cascallos, catalpas taladas, fachadas que no se dejan montar ni desmontar y edificios declarados en ruina? Los medidores de macetas de la calle Salvador Moreno plantean una duda razonable: «Ou moito fan... ou moito había que facer».