No tengo ni idea de Ourense

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE CIUDAD

MIGUEL VILLAR

Isaac Pedrouzo nos deja otro artículo de la serie «Esto no es Oregón»

27 dic 2019 . Actualizado a las 20:27 h.

Creo que se llama Javier, no escuché bien su nombre porque ya no había luz y a oscuras todo se oye menos. Era muy tarde y la poca atención que me quedaba estaba concentrada en seguir la línea recta que el empedrado formaba de manera ordenada.

Caminar recto. Vivir retorcido.

Me sorprendió por detrás, como suele hacerlo la edad para recordarte que ya te hiciste adulto.

Afirmó convencido y firme en sus declaraciones mi funesto e inútil modo de mirar la ciudad.

Mi ignorancia absoluta sobre Ourense.

Allí, junto al callejón donde tantas veces traté de comprar hachís sin éxito en el Satán. El callejón al que nunca puse nombre, a pesar de que es probable que tenga el suyo propio, a pesar de que mi padre vivió allí, en aquella buhardilla horrible que ardió un buen día sin avisar.

Pero era cierto, yo no sabía como se llamaba el maldito callejón.

Y pensé que aquel extraño de boina desordenada tenía razón. Que quizás no tengo ni idea de mi ciudad.

Será que ninguno de los barrios donde viví me enseñó nada.

Será que todas las jeringuillas que sorteé hábil siendo niño en la plaza de la Trinidad no sirvieron para endurecer el ingenuo carácter despreocupado que fui perdiendo por el camino.

No me ayudaron a distinguir el momento justo en que uno ha de coger el otro rumbo.

El bueno.

Será que el gordo onanista que nos miraba desde la salida de Hermanos Villar ya se había convertido en parte del decorado del cuadro impresionista del colegio y no influyó en mi interpretación del sexo.

Pero Javier, si es que así se llama, quizás tenía razón.

No tengo ni idea de Ourense.

Ni de sus transeúntes adormilados que caminan lento hasta la desesperación. Hasta agotar paciencia, calzado y algunos sueños de escapar lejos.

Aunque lejos sea Listanco o Soutopenedo.

Y puede que no tenga ni idea, que no conozca en absoluto las esquinas ciegas más allá del puente nuevo donde la tocaba y nadie nos veía. Que ninguno de los 6 colegios que, ingenuos, me aceptaron tuvieron el ingenio suficiente para mantener mi historia de amor provinciana.

Puede que no sepa lo que era el Mr. Flynn ni La Ostra. Que Fermín, el camarero de aspecto sociópata del Estudio 34, no me enseñase a jugar al parchís antes de bajar al cine a quedarme dormido en el Xesteira.

Quizás tampoco entendí lo que pasaba cuando mi abuelo, al que Javier conoce, pasó de hombre de altas esferas a conducir el chimpín que limpia las calles demasiado temprano por la mañana. Tampoco aprendí a sobreponerme de lo adverso cuando la ciudad nos ponía la zancadilla. Ninguna de las veces que lo hizo.

Todas las cicatrices de todas las caídas al volver de Monte Alegre se han borrado porque no me sirven para nada si no tengo ni idea de Ourense. Si no sé sus nombres.

Puede ser, lo sé, que Javier tuviese razón.

El callejón sigue allí, ya he mirado su nombre Javier, es Díaz de la banda, aunque para mí siempre será el callejón de la Cruz Roja donde un día se incendió la buhardilla de mi padre.