Ya lo haré mañana

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

MIGUEL VILLAR

30 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo más probable es que uno empiece algunas cosas nuevas cuando trata de cambiar de vida, de mejorarla. El tipo de cosas que se prometen para el mañana.

«Mañana empiezo», «Lo haré mañana». Y entre compromisos infieles de construir el mañana aplazamos la alarma del despertador diez minutos más, diez veces más. Tomar decisiones antes de meterse en la cama es mejor que hacerlo justo al salir. Justo al salir solo hay que hacer pis.

Aquí donde yo vivo todos los días son mañana. Ayer por ejemplo pensé que estaría bien ir al club náutico de Castrelo, hoy he pensado lo mismo y apostaría con el pulso firme que mañana me asaltará traicionera la siesta con la misma idea, sentado en el mismo sofá donde estoy ahora.

Quizás con la misma camiseta de ese grupo que tanto te gustaba, es posible que con la misma ropa interior.

Yo, que ya di algunas pistas naciendo con el culo por delante como carta de presentación, siempre he tenido la capacidad innata e irremediable de hacer las cosas al revés, sin darme cuenta y defendiendo mi postura en todo lo que me propongo. Testarudo.

Un buen día, uno cualquiera de esos días sin horarios en los que podrías cruzarte contigo mismo en el pasillo de casa, se me ocurrió dejar el trabajo para convertirme en campeón de futbolín. No me importó la peculiar falta de coordinación que mis ojos y mis manos nunca supieron solucionar, la que quizás no pudieron arreglar como le pasó a los brazos y los pies en una vieja vida donde quise ser karateca.

Empecé visitando pequeñas salas recreativas donde aprender la teoría desde fuera siempre con un ojo en la ejecución, en los pequeños giros de muñeca y, aunque fui capaz de memorizar cada movimiento, supe de inmediato que en el juego la pericia no te hace ganador. Uno necesita un discurso convincente, el arma psicológica que va minando por dentro las aptitudes del contrario, que alimenta el error y aturde los sentidos.

Me dirigí convencido a El Patio Andaluz, longevo bar nocturno con tradición de futbolín.

Fui anotando de memoria cada frase planeada para distraer al rival. Vi todos los trucos, las miradas que enredan, los tragos largos de cerveza que impacientan los minutos, los que desesperan hasta el odio, aunque, al final, el odio nunca sirva de nada.

Volví tras varias noches de estudiar el funcionamiento y coloqué sobre la portería la moneda que me concedía el siguiente turno. Quien fuese mi pareja daba lo mismo. Lancé la primera bola consciente de mi superioridad en la logística del juego, de mi despiste por la falta total de conocimiento en la práctica y giré el mando con todas mis fuerzas. La pelota salió despedida sin rumbo, rompiendo el cristal de un pinball primero, destrozando mi ilusión de campeón después, aterrizando en el ojo inocente de un espectador.

Game Over, sentencia final. A El Patio Andaluz tardé bastante tiempo en volver, aunque el futbolín sigue allí, desafiándome. Recuperé mi trabajo y decidí que el mañana, ya empezaré a construirlo mañana.