DE REOJO | O |

14 dic 2006 . Actualizado a las 06:00 h.

NO SÉ si es una impresión personal o algo más o menos generalizado pero siempre me han dado pena los circos. Los recuerdos infantiles, matizados por el tiempo, se empeñan en que los circos eran fríos y olían mal. En realidad, supongo, es que hacía frío. En realidad, supongo, era los animales los que olían mal. Nunca me ha gustado el circo. Quizás porque pertenezco a la generación audiovisual y prefería verlo por la tele o escucharlo en el tocadiscos, atenta a la voz de Miliki cuando, al final de la cara A, decía: «Dale la vuelta papá». Nunca me ha gustado. Quizás porque en los carteles te prometían a Rui, el pequeño Cid, y en lugar del valeroso y simpático dibujo animado aparecía un tío con una peluca cutre. Nunca me ha gustado el circo. Tampoco el de los muchachos. Recuerdo alguna visita a Benposta en la que se repetía la sensación de frío. Aquella ciudad podía parecer un mundo ideal. La república de Peter Pan, presidida por los niños. Vivían en un mundo pequeñito con su casa, su escuela, sus talleres, su banco, su biblioteca... Vivían en el mundo que los otros niños nos inventábamos a la hora de jugar. Recuerdo aquellas visitas, una en particular, viendo bajo la carpa cómo ensayaban sus espectáculos. La memoria me dibuja un niño sobre un caballo. Siempre quise tener un caballo pero no fui capaz de sentir envidia en aquel momento. Recuerdo cómo nos miraban aquellos chavales a los que íbamos vestidos de domingo, de la mano de nuestros padres, a mirarlos a ellos, a observarlos sentados en las gradas. Nunca me ha gustado el circo. Y es que la utopía que alentó el padre Silva, la de un mundo mejor, no dejaba de ser la respuesta a un mundo imperfecto: el de los niños que no tenían padres a los que coger la mano y para los que el juego era, en realidad, trabajo.