Inteligencia artificial y educación; preservar la autonomía en un mundo automatizado» fue el lema elegido por la Unesco para el Día Internacional de la Educación. El enunciado procede. Espoleados por el ritmo de una aceleración tecnológica sin precedentes, percibimos como la frontera entre nuestra voluntad y la acción robótica desaparece a medida que la inteligencia artificial se va sofisticando. Las consecuencias resultan visibles: cada vez nos concentramos peor, cada vez soportamos menos el aburrimiento, cada vez somos más apasionados con la tecnología y más maquinales con las personas.
El efecto final es un pensamiento polarizado: te quiero o te odio, amigo o enemigo, bueno o malo, salpicando al ámbito familiar, social y político. Conocer el impacto de la IA en la salud mental y redefinir el papel de la escuela ante este desafío no es opcional. Es una cuestión de supervivencia. ¿Por qué? Porque cada vez es más difícil pensar, hablar, trabajar y dormir serenamente. Acostumbrados a una disponibilidad inmediata, desenfundamos el smartphone y hablamos, compramos, jugamos y escuchamos mensajes de voz al doble de velocidad. Estamos recuperando la respuesta instintiva y ancestral del Pleistoceno que garantizaba la vida ante el depredador inesperado. Sin embargo, nuestra razón necesitó millones de años de selección de la especie para hacerse lenta, para sosegarse, para crear la tecnología.
La psiquiatra Anna Lembke, en su libro Generación dopamina, describe el smartphone como la aguja hipodérmica moderna que nos inocula dopamina digital 24 horas, los siete días de la semana.
Hablamos de un neurotransmisor cerebral que da y quita felicidad, procesando las recompensas, motivándonos a buscarlas e interviniendo en nuestra memoria para almacenar o eliminar los recuerdos. Cuando la emoción acompaña al aprendizaje, este permanece porque es placentero. Pero, cuando la dopamina nos desborda, puede provocar trastornos como la esquizofrenia o la bipolaridad.
Exigir una escuela sin pantallas permitiendo que los adolescentes experimenten un empacho tecnológico de cuatro horas diarias fuera de la ella es un desatino. No podemos reconvertirnos en abstemios digitales. No existen dos vidas separadas, la real y la virtual.
Debemos establecer con la IA una relación tan natural como puede ser dialogar, leer o reflexionar. Necesitamos aprender a contarle lo que queremos. Esto es trascendental. Cuantos más conocimientos acumulemos, mejores preguntas plantearemos; cuanto más creativos seamos, mejores resultados obtendremos; cuanto más pensamiento crítico y ético elaboremos, mejor verificaremos las fuentes de información. Si, además, enseñamos a proteger la privacidad y a detectar el sesgo, la convertiremos en una herramienta complementaria más al servicio del docente. Solo así alcanzaremos el objetivo final de la enseñanza en este universo sobrevenido de algoritmos y automatización: contribuir a que la tecnología de las personas, hecha por las personas y para las personas, tenga un impacto positivo en la sociedad y en el mundo que nos rodea.