Se ha escrito poca opinión sobre Dominique Pelicot, quizá porque el alcance de sus barrabasadas es tal que solo queremos esperar a que la madeja de los hechos se desanude para intentar perimetrar la dimensión de su villanía y encontrar alguna explicación que nos alivie. Hasta el momento sabemos que durante diez años drogó a su mujer para que él y decenas de desconocidos la violaran al menos doscientas veces, pero todo lo que rodea este terrible asunto es tan escabroso, tan repugnante, da tanto miedo que nos enfrenta a nuestra propia vulnerabilidad. Si Gisele Pelicot, la esposa del monstruo, creía que convivía con un marido ejemplar; si sus amigos de andainas adoraban al tipo con el compartían plácidas excursiones en bicicleta por el Mont Ventoux; si sus nietos presumían de la dedicación de un abuelo amoroso que los ayudada con las matemáticas, si nadie de los que convivían con él fueron capaces de encontrar un motivo de sospecha, un grieta que supurara, por la que se colara tanta basura, es que todos estamos indefensos frente al mal. La desvergüenza de Pelicot era tal, la convicción de que no sería pillado tan profunda, que la policía apenas tuvo que abrir su ordenador para encontrar una carpeta con el nombre de «abusos», supongo que al lado de la de «facturas», «nietos» y «fotos de boda».
Todo en esta historia es escabroso y repugnante, y la única fuente de luz es la decisión de Gisele y de su hija Caroline, que hace dos años escribió Y no te llamé más papá, en donde relata cómo descubrió que ella también fue víctima de su progenitor. Las dos han girado la cámara hacia sus agresores, hacia esos cincuenta tipos que violaron a una mujer comatosa y ausente, y han cambiado el lugar en el que reside la vergüenza. Y esto es nuevo. Y revolucionario.