El versificador de la calle despliega todas las mañanas su tenderete volandero y ofrece al transeúnte el poema nuestro de cada día. Miguel Biurrun, el vate al aire libre, se ubica a escasos metros de un supermercado; y allí expende, pongamos por caso, cuarto y mitad de metáfora, unas lonchas de metonimia, medio litro de símil, una ristra de hipérbatos, un par de filetes de aliteración. Los versos de Miguel, el poeta del supermercado, no son de marca blanca, sino prémium: auténticas delicatesen. Y su haiku, la brevérrima expresión poética japonesa, zumo de poesía concentrado. A veces deja un verso largo y luminoso: pincelada de Van Gogh. Saludo por primera vez a Miguel y enseguida nuestros corazones rimaron. Tiene la mano fría, pero cálido el apretón. Como los haikus, muestra el hablar nipón, sereno y pausado: la voz entra en el aire sin moverlo.
De los poemas de Miguel, el poeta del supermercado, se aprovecha todo: no sucede lo que con algunos alimentos, que tienen mucho desperdicio. Miguel es delgado, como un endecasílabo puesto en pie. Y sus ojos son un pareado verde. Todo él, un verso libre. A su último libro lo llama Luziérnagas, con z de luz, y el título se nos antoja de lo más apropiado, pues los textos están trufados de fulgorcitos semejantes a luciérnagas, de tal modo que podrían leerse con la bombilla apagada. Guían nuestra mirada como su coruñesa torre de Hércules guía los barcos. Los hay tan hondos que uno ha de ataviarse y pertrecharse de espeleólogo. Otros, elevados: escritos varios centímetros por encima del papel. Me dice que, poemario a poemario, va mejorando, sin duda sabedor de que en cualquier oficio va un trecho del aprendiz al oficial. La inspiración ha de encontrarte trabajando, dijo Picasso, pero no es menos cierto que el trabajo ha de encontrarte inspirado. Con gente como Miguel son buenos tiempos para la lírica. Miguel Biurrun, el poeta del supermercado, dispensa poesía en la sección de productos de primera necesidad.