Se hizo viral esta semana una entrevista de la Cope al seleccionador Luis de la Fuente. Pregunta la periodista: «¿Es supersticioso?, ¿tiene alguna manía antes de los partidos?» Responde de la Fuente: «No, ninguna». «¿Se persigna siempre?», le insisten. Contesta: «Sí, sí, pero eso no es superstición. Eso es fe». Aclaración acaso demasiado precisa para los habituales de las redes que poco tardaron en salir en tropel para decir, con ese aire sobrado compañero habitual de la ignorancia, que persignarse o la propia fe en nada se diferencian de la superstición. A veces no. Es cierto.
Pero casi siempre sí. El diccionario las contrapone con nitidez. Dice la Academia que la superstición es «una creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón». El supersticioso busca la suerte en cosas que no pueden dársela, un amuleto o algo que actúe como tal: repetir la vestimenta de un día afortunado, por ejemplo. Como explica muy bien Quintana Paz, el supersticioso pretende manipular a los hados, dar con su clave secreta para que hagan lo que quiere o, al menos, negociar un buen resultado a cambio de entregarles algo. La persona de fe se conforma con pedir ayuda, poner todo el empeño, y aceptar como bueno lo que le llegue.
La fe es humilde, reconoce que Dios sabe más y deja en sus manos los logros posibles. La fe es razonable y la superstición no. Por eso dan miedo las personas con poder que manifiestan comportamientos supersticiosos, que se dejan aconsejar por adivinos o ejercen ellos mismos como tales. La superstición puede conducir a la crueldad, la fe nunca, salvo que haya degenerado previamente en superstición. Habrá que volver a explicar estas cosas. Mientras, que la Selección gane mañana.